Obama
Trump, día uno
Vivimos un tiempo fascinante para ser periodista, no tanto para ser ciudadano. La legislatura de Donald Trump es ahora, al primer día de su investidura, una incógnita, como apunta Carlos Franganillo (corresponsal de TVE en Washington) en Informe Semanal, pero su discurso inaugural no ha hecho más que aumentar el pesimismo de los que creemos, desde posiciones liberales, que su llegada al poder es una pésima noticia para Estados Unidos, para Europa y para el mundo.
Uno lleva demasiados años leyendo columnas de opinión de periodistas que nunca han vivido en Estados Unidos, que apenas conocen ese país y que no saben qué fue eso de la Tea Party. Muchos de ellos han dibujado a Trump como una especie de continuación de Ronald Reagan. Ojalá fuera así. Desde luego el populismo, el proteccionismo, el nacionalismo y el aislacionismo que defiende en su discurso el magnate, como ha señalado el economista Juan Ramón Rallo, nada tienen que ver con la tradición liberal. Y su ambigüedad, cuando no abierta simpatía, hacia Vladimir Putin, harían vomitar al que fuera 40º presidente de Estados Unidos.
Al margen de informes de inteligencia no totalmente verificados, no hay más que echar un vistazo al principal medio propagandístico de Putin, Russia Today (RT), para darse cuenta del inquietante buen trato que desde el Kremlin se dispensa al multimillonario neoyorquino, también acogido con sospechosa benevolencia por Nicolás Maduro. Será interesante conocer las decisiones que toma Trump en los próximos meses en torno al fracking, la expansión de la OTAN y Ucrania, las tres principales piedras en el zapato del mandatario ruso. Su reunión con Nigel Farage (sobre el cual también recaen ciertas sospechas de connivencia con el poder ruso) y su próximo encuentro con Theresa May, ya en la Casa Blanca, no hacen más que acentuar la percepción de que Trump percibe a una Europa unida no como un aliado, sino como un rival.
Por otro lado, su cuestionamiento de la vieja y consolidada democracia americana, al afirmar que su investidura significaba la devolución del poder al pueblo -una frase prácticamente idéntica a la pronunciada por los portavoces de Podemos cuando este partido entró en el Congreso de los Diputados hace un año- sitúa a Donald Trump en el lado del populismo más demagógico, valga la redundancia, aunque al menos no ha llamado «papelito de 1789» a la Constitución sobre la que juró su cargo, una ley fundamental, por cierto, que nadie vivo ha votado (ejem).
La posición de Trump sobre la OTAN y el posible recorte del gasto militar estadounidense en Europa son las cuestiones que más nos deberían preocupar. Como bien apunta el diplomático Inocencio Arias, Estados Unidos ha pagado con abundante sangre y dinero su papel como gendarme mundial, muchas veces ante la vergonzosa indiferencia mundial, como ocurrió en Somalia. El doble mandato de Barack Obama, que retiró las tropas de Irak, con resultados más que cuestionables, y se inhibió en la guerra de Siria, ha sido un paso intermedio hacia la política aislacionista de su sucesor en la Casa Blanca. Es muy probable que Europa tenga que pagar a partir de ahora la factura de su propia defensa con porcentajes mucho más significativos de su PIB.
¿Merece Donald Trump un periodo de cien días de gracia? No seré quien defienda a Trump, pero las manifestaciones masivas que se han celebrado al día siguiente de su investidura se antojan tan prematuras como el premio Nobel de la Paz «preventivo» que recibió Barack Obama. Desde luego, manifestar que se ha pensado en volar la Casa Blanca, como Madonna en su discurso, no es la mejor forma de plantear una oposición cívica a Trump. El 45º presidente de los Estados Unidos lo es por elección democrática, mal que nos pese. Y el clima apocalíptico que ha desatado entre algunos sectores de la izquierda estadounidense resulta tan exagerado como las expectativas despertadas entre esos mismos sectores por Obama cuando accedió a la presidencia.
El homenaje a John Fitzgerald Kennedy se ha reducido a el mero guiño estético de Melania Trump y su traje azul pastel, al estilo de Jackie Kennedy. Si el único presidente católico de la historia americana propugnaba una «Nueva Frontera», más amplia, Trump amenaza con levantar muros, no solo de hormigón, sino en forma de aranceles. Justamente lo contrario del Tea Party de Boston, el episodio que dio origen a la Revolución Americana, y que no fue más que una protesta de los colonos contra la imposición,por parte de Gran Bretaña, de impuestos a la importación de té. En el origen de la democracia americana está, pues, el liberalismo y no el proteccionismo.
Suscribo el análisis de Cayetana Álvarez de Toledo, que ha escrito en «El Mundo» uno de los mejores análisis sobre Trump que he leído en la prensa española: «La derecha comete un grave error al asumir a Trump como uno de los suyos. Trump no tiene ideología, ha cambiado de partido cinco veces y su política ataca los fundamentos de la modernidad política: la nación cívica, la apertura económica, la alianza atlántica y una Europa unida. Fue Lincoln, un republicano, el que dejó dicho: «Una casa dividida contra sí misma no puede permanecer en pie»».
Apostilla: Gran parte de la responsabilidad de la elección de Donald Trump recae en los medios que lo utilizaron para elevar sus niveles de audiencia. No solo la Fox, próxima al discurso de Trump, sino también la CNN, que retransmitía en directo mítines enteros del magnate mucho antes de que pudiera ser considerado como serio candidato a ganar la candidatura republicana, dándole una cobertura mucho mayor que la de sus rivales simplemente por el hecho de que Trump «da titulares». Muy pocos creían que podría ser elegido, y por ello no vieron inconveniente en dedicarle horas de programación. Algo similar ocurrió en España con Podemos. Pero lo inesperado ocurrió:
cerradosSangre, sudor y lágrimas
¿Se imaginan a Winston Churchill explicándole a los británicos en 1940 que el nazismo se combate «con más democracia», como ha dicho Pablo Iglesias sobre el terrorismo después de los atentados de París? ¿O que De Gaulle le dijera a los franceses que la violencia no es la solución contra Hitler? ¿Qué creen que hubiese ocurrido si Franklin D. Roosevelt hubiese culpado a Francia del auge del nazismo, al haber impuesto a Alemania unas reparaciones de guerra draconianas en el Tratado de Versalles (1919)?
Necesitamos unos dirigentes políticos no ya que nos digan la verdad -tal vez sería pedir demasiado-, sino que no nos traten como si fuéramos niños. Urge un Winston Churchill que admita que acabar con el Daesh costará sangre, sudor y lágrimas, que prometa defender nuestra libertad en los desiertos y en las playas y que jure que nunca nos rendiremos.
Por el momento solo François Hollande ha demostrado un notable valor en su respuesta al desafío del mal llamado Estado Islámico. El resto de los dirigentes mundiales, con Obama a la cabeza, han mostrado una preocupante falta de determinación. Tal vez porque todos saben que las bajas producidas en combate -que en todo caso serían muchas menos que las producidas en Normandía y en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial- les costarán millones de votos. Y porque recuerdan que Churchill perdió las elecciones incluso después de ganar la guerra que terminó en 1945.
Y es que, volvemos a Churchill, Occidente no necesita políticos condicionados por las próximas elecciones, sino estadistas preocupados por las próximas generaciones.
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