Cabreado profesional
Días atrás, dispuesto a ocupar mi plaza en el aparcamiento me topé con el hermano violento de Charles Bronson. Había colocado su coche en un plaza contigua a la suya mientras calculaba la maniobra a ejecutar. La jubilación le permite tomárselo con calma. Mientras pasaba por su lado noté que me miraba desde detrás del volante. Recordé al momento que Gran Torino me parecía una obra maestra del cine, precisamente por eso, porque no era real. Pero en ese instante se me partieron las pestañas del susto. Su mirada era tan penetrante que noté como llegaba hasta el rincón de mi memoria a corto plazo, donde guardaba un «mira que suerte toparme con el amargado tocagaitas en el garaje». Fui consciente de que si fuera de digestión rápida en mi hemisferio sur se hubiese producido un inevitable descarrilamiento de la carga. Mientras comprobaba por el rabillo del ojo como el padre de todos los cabreados sin ánimo de lucro estacionaba su vehículo en la plaza de su propiedad, abrí la guantera de forma sigilosa en busca de mi arma reglamentaria. Acto seguido caí en la cuenta de que los triángulos de señalización estaban donde siempre: en el maletero. Asumido el error de cálculo, pensé que si tres patas bastaban para hacer aminorar la velocidad de objetos de una tonelada desplazándose a 100 km por hora, como no iban ser útiles para reducir las aspiraciones «hitchconianas» del pájaro de la sonrisa extraviada.
Mientras hacía tiempo para provocar que no coincidiéramos en nuestros trayectos, el vecino felizmente cabreado abrió el maletero de su coche y se dispuso a reordernarlo. Cuando me decidí a bajar de mi utilitario obtuve la clave a tanto derroche de amargura. Se podía escuchar la radio desde la distancia. Tristón disfrutaba de su dogmático programa radiofónico. Ahí me derrumbé. Estudié incluso la posibilidad de aproximarme para obsequiarle con un abrazo redentor. Compasivo y empático, tal y como prescribiría mi terapia harukiniana. Todo tenía una explicación. Estar expuesto día y noche a tal adoctrinamiento, sin control decibélico y a pulmón abierto, fundamentado en la sucesión repetitiva de noes, nuncas, anormalidades, desviaciones, indecencias y sus penas capitales, habrían conseguido reconducir hasta al descarriado Wyoming.
Satisfecho por el diagnóstico, me puse a caminar en dirección a la escalera. A medio camino alcé la vista buscando con mis ojos a mi penitente vecino. Quería expresarle mi solidaridad por la carga que debía arrastrar a diario, minuto a minuto en el que sus oídos capturaban las ondas de aquel dial. Levanté mi mano derecha y activé mi sonrisa-saludo estándar. El vecino, sentado de nuevo al volante, levantó la cabeza y haciendo un gesto de incredulidad me miró dos veces con la furia de un soldado de las SS en un concierto de Noa y hasta pude escuchar lo que decían sus ojos: «Quién se ha creído que es el hijoputa este para saludarme a mí. ¡Será cabrón el tío! Venir a joderme mi encabronamiento existencial con el que purgo sus pecados a cambio de un saludo. ¡Lárgate de mi vista antes de que tenga que rezar otro credo por insultar a un prójimo, que después de los tres que llevo en la tarde de hoy por mirarle el escote a la panadera, mientras imaginaba como deben haber amasado esas manos mi barra, no tendré ni tiempo para escuchar mi pieza de Wagner antes de marcharme a la cama». Consciente de que si estuviéramos en Misuri ya haría algunos minutos que mis sesos formarían un gotelé hiperrealista en alguna de aquellas sucias paredes, me dispuse a contraer mis gemelos para impulsarme como el correcaminos y desaparecer de su ángulo de tiro. Y desde entonces ya no le guardo rencor, menos aún cuando recuerdo que hoy todavía no he ido a comprar el pan.