Voy a sincerarme. A veces… a veces intento hacerme el fuerte pero calculo mal el punto de dureza y se me fractura la pose y se destapa la impostura. Lo esperanzador del asunto es que la frecuencia con la que se me presenta este fenómeno es baja, con una intensidad de leve a moderada.
Y digo esto porque días atrás en plena sesión doméstica de cine apareció la careta de superhombre. He de reconocer que enseguida percibí los derroteros que tomaba la película y decidí entrar en modo macho rudimentario I. Reinicié sesión como usuario Rambo y activé el nivel de máxima seguridad de mi cortahemorragias lacrimal. Todo un éxito. La sucesión de situaciones trumáticas que habían perpetrado los guionistas era interminable y ahí me tienes, fresco como un pingüino y sin restos salinos en las mejillas.
Sin embargo el sistema no es perfecto y si Bill Gates lo tiene claro, figúrate este escribano. Primero se detectó una pequeña fuga en el trastero de la empatía -palabra de uso cotidiano en familia- cuando una de las coprotagonistas, huérfana y sin más anclaje a este mundo que un novio ex toxicómano que vive con su ebrio y violento padre y al que abandonó su madre cuando era un niño, se da cuenta que a su alma gemela le quedan pocos años de vida. Por mucho que elevé el nivel de alerta del sistema la minúscula vía de agua que buscaba su camino de evacuación en mi órbita ocular, cada vez se hizo más grande hasta que inundó la sala de máquinas. Llegados al momento de la terrible pérdida, las claraboyas reventaron hasta anegar mis ojos. Se dispararon las alarmas y los equipos de testosterona de emergencia salieron al rescate. Era demasiado tarde y nada pudieron hacer para contener la catarata de emociones. Este es el testimonio de un valiente que presume de cobarde. Porque ganar batallas es sencillo; porque perderlas y sentirse reconfortado es complicadísimo. Y yo en ese terreno me siento cómodo. Así es.