No es cierto que las Autonomías produzcan entusiasmo en los territorios en los que cunden los nacionalismos, tanto más cuanto más centrífugos sean estos, que en los más sosegadamente españoles. Aparte de lo identitario —mucho ruido y pocas nueces—, las Autonomías en su imprevisto desarrollo presente han significado un modo de vida para cientos de miles de funcionarios y contratados sin concurso ni oposición y un nuevo estatus que satisface a la clase política de todas las circunscripciones. Ni en las Autonomías más españolas y menos ditirámbicas se observan movimientos de contención y, menos, de devolución al Estado de competencias que, quizás con precipitación, les han sido transferidas.
La deuda de las Comunidades —más de 100.000 millones— es, todavía, menor que la del Estado; pero cursa con menor transparencia y ofrece mayores dificultades en su seguimiento. De ella y de su desequilibrio, en los años dorados del ladrillo, surgió el mayor epígrafe de la corrupción que nos empobrece económica y moralmente y que, misteriosamente, no nos indigna en la intensidad que permitiría sospechar la tradicional cólera del español sentido.