Una vida de libro

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Han sido tres íconos de mi vida que han desaparecido en el mismo número de días. El lunes, me enteraba de la muerte de Robin Williams, protagonista de «Dead Poet Society», una de las películas que más me marcó en mis años universitarios.

El martes, se iba Lauren Bacall, la pareja de Humphrey Bogart en tantas películas del cine clásico de Hollywood que alimentaron durante años mi voraz cinefilia.

Y hoy me entero del cierre de El Parnasillo, un nombre que a la mayoría no le dirá nada, pero a los que frecuentamos durante años esta librería de Pamplona la noticia nos golpea como un martillo de herrero sobre un yunque. Javier, uno de sus dueños, orientó las lecturas de cientos de personas a lo largo de los años y nos descubrió autores a los que de otra formas quizás nunca hubiéramos conocido. Siempre nos quedará El Parnasillo, pensaba yo cada vez que volvía a Pamplona año tras año mientras veía cómo otras tiendas cerraban sacudidas por la crisis. Pero hoy le tocó.

Por eso, para rendir homenaje a Javier, publicó este perfil que escribí hace ya casi dos décadas en una de las asignaturas de Periodismo durante la carrera. Es quizás uno de los textos que guardo con más cariño porque gustó mucho a dos de mis maestros: Pedro de Miguel, que se inspiró en él para uno de sus brillantes posts en su ya clásico blog Letras Enredadas; y Paco Sánchez, que lo leyó en voz alta en clase de Periodismo Literario como un ejemplo de perfil. Lo reproduzco sin corregirle una coma (hoy lo leo y editaría muchas cosas, pero entonces ya no sería lo mismo).

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Javier López de Munáin le inocularon el «virus» del libro cuando tenía trece años. En un pueblo del Bajo Goyerri, en Guipúzcoa, los veranos no se contaban por días sino por páginas leídas. El desayuno, la comida, la merienda, la cena… cualquier instante era bueno para avanzar en la lectura del libro de turno. Por eso, no es de extrañar que para los catorce años ya hubiera terminado con todas las grandes obras de la literatura rusa.
Javier tiene ahora 54 años (nació en el 42, como Isabel Allende) y una librería en Pamplona. «El Parnasillo» se llama. Este rol social que ha terminado por desempeñar contrasta con una vida, la suya, plagada de batallas contra sí mismo y contra la sociedad. Parece que después de las tormentas que ha sufrido ha decidido ponerse a cubierto y encerrarse en su librería. En este pequeño local que regenta caben todos los libros que a uno se le ocurra comprar. Cuesta creer que en tan pequeño espacio material estén codeándose Henry James con Lope de Vega y el Arcipreste de Hita con Bernardo Atxaga.

El mundo religioso siempre ha estado muy presente en su vida. Desde que empezó los estudios en un Colegio de monjas de su Burlada natal hasta que salió del seminario en el año 67 su existencia estuvo impregnada de Dios. Fue a los once años cuando tomó la decisión de entrar en un seminario menor de los escolapios. Estudió Magisterio de la Iglesia y Civil, tres años de Filosofía y Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. En este período llegaba a leer una media de un libro diario, al margen de los estudios. Leyó todo Lorca, todo Inclán, todo… Mientras se aburría en las clases de Teología se tragaba las Sonatas de Valle Inclán. La potente biblioteca de la Universidad de Salamanca dejó de tener secretos para él.

La sacudida de finales de los sesenta le afectó como a muchos de su generación. Abandonó el seminario y empezó Económicas en Bilbao, esta vez con una vida diferente. Los problemas políticos surgieron fruto de la tensión que se vivía en esos años en la Universidad. Los ecos de Nanterre pasaron factura. Era el delegado de su clase y su «ficha policial» era terrible. Las autoridades tenían una carpeta llena de fotos e informaciones suyas. «Para el Régimen no era más que un desgraciado», dice Javier.

Ahora ha roto con todo lo trascendente. Mantiene cierto teísmo pero es otra cosa. Le sigue produciendo escalofríos entrar en una iglesia y escuchar el canto gregoriano, pero es más bien algo estético que otra cosa. El culto lo ha dejado por completo aunque reconoce también que ideas que otrora defendió con vehemencia no son tan bondadosas como le parecían. Su activismo ha amainado. Después de la tempestad dicen que viene la calma.

Su apariencia dista mucho de la de un deportista: bajito, bastante calvo (el pelo que le queda es cano) y «barbita» estilo Lenin, con anteojos de zapatero y tirantes. Sin embargo, tiene un pasado diferente. En sus años en el Monasterio de Irache, a finales de los 60, aprendió a jugar al baloncesto y al béisbol con cubanos. Completaba este ejercicio físico con subidas y bajadas a Montejurra, que servían para castigar un cuerpo demasiado hecho al estudio y a la lectura. Ahora disfruta viendo el deporte por televisión. Se confiesa seguidor acérrimo de Osasuna, aunque los resultados adversos de los últimos tiempos le han hecho perder cierto interés. Javier siempre busca un caballo ganador, alguien en quien proyectar lo que él no ha sido. Por eso disfruta con Miguel Induráin, a quien sigue con verdadera pasión.
El libro, además de ser un medio de vida, es su amigo. Un amigo al que le habla y quiere. Siente pena por aquellos que nadie lee. Para Javier son algo más que un mero elemento comercial que uno consume. Hay una anécdota, relacionada con esta peculiaridad suya, que siempre cuenta:

«Tenía una colección llamada Colección noventa, de Grijalbo de México. Eran libros filosóficos, de marxismo sobre todo. Valían 90 pesetas en aquella época, hace quince años. Había uno que se titulaba La vía italiana hacia el socialismo de Palmiro Togliatti, uno de los padres del Partido Comunista en Italia. Llevaba años en la librería y no se vendía. Yo le decía: ‘Palmiro, no interesas a nadie, nadie te compra, el eurocomunismo está pasado de moda’. Pero me negaba a devolverlo a la editorial. Lo cambiaba de un estante a otro y le decía: ‘¿Aún sigues ahí, Palmiro?. Nunca te van a llevar’. Un día vino una chica, cuando el Partido Comunista italiano se estaba transformando. Cogió el libro y cuando se acercó al mostrador para pagarlo le dije: ‘Este libro no te lo vendo. Llevo tantos años con el Palmiro que hasta le hablaba. No te lo puedo vender. Te lo voy a regalar’. Se quedó encantada».

Le hubiera gustado ser profesor y periodista. Lo primero le viene de su pasado como escolapio. Los escolapios hacen, además de los tres votos tradicionales, un cuarto: poner un cuidado especial en la educación de los niños. Se dedicó dos años a esto pero las dificultades económicas lo apartaron de la enseñanza. La vía del periodismo también se le cerró cuando en agosto de año 67 no le admitieron en la Escuela de Periodismo de Navarra.

Por sus gustos literarios pasan muchos de los libros que vende. Sus «horas de vuelo» le convierten en un auténtico gurú, de quien muchos se fían a la hora de comprar una obra u otra. Es corriente la estampa que muestra a Javier atendiendo a cinco o seis personas que le piden consejo. A veces los clientes le ponen en verdaderos aprietos de los que siempre sale airoso, como aquella ocasión en la que una persona le planteó el siguiente acertijo:

– Quiero un libro cuyo título es para mí la palabra más difícil del castellano y el autor tiene nombre de director de cine.

Javier se quedó pensativo durante unos instantes mientras murmuraba para sus adentros: «Buñuel, Berlanga… sí Berlanga…. ¿qué puede ser? Berlanga, Berlanga… síiiiiiiiii». Se le iluminó la mente.

– La Gaznápira -le dijo.

El tipo se quedó deslumbrado.

Se confiesa un horaciano empedernido y admirador de Pessoa y César Vallejo. Sorprendentemente uno de los libros que más le cautivan es La Biblia. De ésta le encanta el libro del rey Salomón, los salmos, el libro de Job, el Pentateuco, las Cartas de San Pablo, Oseas, Amós… de hecho hizo su tesis sobre los profetas menores. Presume de que no hay ningún libro que le haya defraudado porque los libros que no le sugestionan los deja. «Muchísimos libros se me caen de la mano allá por la página quince o veinte», dice. Aventura que sólo aquellos que sean maestros de la lengua se considerarán algún día clásicos. De los españoles de ahora Landero, Cela, Atxaga, Umbral en su faceta periodística y Miguel D’Ors podrían incluirse, según él, en está pléyade.

Se le nota orgulloso cuando cuenta los orígenes de su librería: «Empecé trabajando durante tres años en una librería llamada Andrómeda, en la calle Amaya. No tenía vacaciones y el poco tiempo que me quedaba lo dedicaba a moverme por Madrid y Barcelona para conocer editoriales. En mayo del 73 la dejé y me junté, en octubre de ese mismo año, con dos socios más, Lola y Antonio. Ahí nació El parnasillo, cuyo nombre ya teníamos en mente desde el año 70. Ese año habíamos creado un grupo de teatro que se llamaba Valle Inclán.
Representábamos obras de Camus, de Beckett y otros autores. El grupo desapareció pero siguieron las ilusiones culturales. En ese momento se nos ocurrió la idea de crear una biblioteca pública con nuestros fondos, más fondos del mundo editorial. Fuimos al Ayuntamiento para ver si nos ofrecían algún local gratis. El funcionario al que acudimos nos apodaba el parnasillo pamplonés. Así surgió el nombre.

«De aquel grupo salieron el novelista Javier Mina y Manolo Bear, director del Diario de Noticias, entre otros. Eramos gente muy ilusionada pero sin dinero. Nos dejaron 50.000 pesetas para alquilar una bajera en Paulino Caballero, donde está el Bar Oslo. Allí permanecimos desde 1973 a 1978. Posteriormente pasamos adonde se encuentra actualmente».

Para Javier y sus amigos aquellos fueron años duros Tuvieron problemas con los sectores más reaccionarios de la derecha navarra. Intentaron quemar la librería en tres ocasiones, rompieron las lunas del escaparate cinco veces y, dos meses antes de los acontecimientos de Montejurra, un comando de los guerrilleros de Cristo Rey ametralló el local y puso una pintada firmada que decía: «CABRONES». Javier pertenecía al Partido Comunista, tenía libros de marxismo y carecía de prejuicios sobre ciertos temas. «Había sectores de bienpensantes que no querían que vendiera ciertos libros y venían a quejarse. Pero no pasó nada. Ahora todo está normal», dice con la tranquilidad que da el paso del tiempo.

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Penitencias de Cuaresma

La baalla  de Carnaval y Cuaresma, de Peter Brueghel el Viejo

A principios de la Cuaresma, le pregunté a Catita cuál iba a ser su sacrificio durante los próximos cuarenta días.

– Papi, no voy a ver la tele…

Me sorprendió tan estricta penitencia para una niña de su edad (ocho años ahora), pero me pareció un gran ejemplo de mortificación.

– Papi, solo veré el Apple TV…

Hoy, se me ocurrió preguntarle cómo iba con sus privaciones cuaresmales.

– Catita, ¿cuál es tu sacrificio de Cuaresma?

– No me acuerdo papi. Mi sacrificio está en mi corazón, no en mi cabeza.

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El periodismo corre peligro de caer en «instantismo», pero ¿cómo curarlo?

Los medios ha sido desde sus comienzos un reflejo de sus limitaciones. Los avances tecnológicos han modelado su evolución e incluso su propia definición. Por ejemplo, el concepto de «periódico» surge de la propia limitación de los medios primitivos, que impedía una frecuencia de distribución mayor.

La imprenta posibilitó una periodicidad antes era impensable. Se podía crear contenido y reproducirlo a gran escala rápida y fácilmente. Pero la complejidad de la distribución, entre otras razones, obligaba a espaciar esas ediciones, que fueron evolucionando de anuales a bianuales, trimestrales, bimestrales, mensuales, quincenales, semanales… Y finalmente diarias e incluso matutinas y vespertinas.

Pero esas restricciones del medio también tenían sus ventajas. Con esa escasez forzosa, el contenido se podía preparar mejor, con más tiempo, mejor seleccionado… Y el lector tenía el suficiente tiempo entre edición y edición para  procesar ese contenido y aportarle algo a su vida.

La radio y la televisión aceleraron el ritmo de creación y consumo de contenido pero todavía dentro de unos formatos de tiempo delimitados.

Con la llegada de las redes sociales, el contenido se crea a una velocidad de vértigo, cada segundo se publica un artículo en un blog, una actualización en Facebook, un tuit. Quienes producen contenido se ven obligados a acelerar el proceso creativo para satisfacer una hambrienta e insaciable demanda, y la calidad disminuye inexorablemente. Se genera información para el consumo inmediato.

Es lo que llamo ”instantismo», en contraposición con el «periodismo», pausado y reflexivo. La generación y distribución de contenido se ha convertido hoy en un mismo acto en el que cada vez están más ausentes el raciocinio y la reflexión, lujos que ya no nos podemos permitir.No hay tiempo que perder.

Para agravar el problema, nuestra capacidad de procesamiento de información no ha evolucionado de la misma manera, por eso se da el proceso de «apilación informativa», con el que muchos se sentirán identificados: RSSs que se acumulan hasta reventar, tweets que pasan como balas por nuestro timeline sin poder cazarlos, enlaces que guardamos y guardamos (bueno, ya no; a Evernote más bien) y que nunca volvemos a repasar, wishlists interminables de libros en nuestra cuenta de Amazon, artículos en el Instapaper que guardan polvo…

Por eso creo que la cura para el periodismo (y en general todo en la vida) está en la curación, ese término tan de moda que blandimos para defendernos de la sobredosis de información. Tenemos que ser creadores y consumidores responsables de información. De la misma forma que no nos comemos todo lo que nos ofrecen en un buffet de comida, por más que los sentidos nos inviten a lo contrario, tampoco podemos ni debemos pretender abarcar toda la información que hay, ni siquiera ya de la disciplina o nicho que más nos interesa. Hoy hay demasiado de todo.

Por eso, para sobrevivir en este ecosistema sin sufrir indigestión, lo mejor es localizar a los mejores curadores de nuestros campos de interés y seguirlos, y además ser nosotros mismos curadores de nuestro tiempo para no sufrir «obesidad informativa». Si todos somos curadores responsables, lograremos hacer sentido de la abundancia y curar un mal que nos atenaza a todos.

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Queremos reinventar el periodismo con piezas de desguace

Queremos reinventar el periodismo con piezas de desguace

Muchos intentan hoy reinventar el periodismo, una profesión/negocio a la que la tecnología le ha propinado una fuerte sacudida y pocos logran recuperar el equilibrio.

Pero cuando veo las herramientas y materiales con los que tratan de reinventarlo entiendo por qué no lo logran.

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¿Cuántos Steve Jobs nos habremos perdido?

Steve Jobs ha muerto. Todavía estoy digiriendo la noticia. Ayer, en caliente, quería haber escrito algo sobre el impacto que tuvo en mi vida; de cómo sus invenciones, indirectamente, encauzaron mi carrera profesional; de cómo los primeros salarios de los dos únicos trabajos que he tenido los gasté en Macs…

Pero hoy, después de leer todo lo que se ha escrito del fundador de Apple, de enterarme de muchos detalles de su vida que desconocía, de emocionarme con la ola de condolencias y mensajes de recuerdo de tantas personas, tanto famosas como anónimas, desde todos los rincones del mundo (un mundo que Jobs ayudó a hacer más pequeño y manejable);  de leer una y otra vez en los muros de Facebook y en Twitter los fragmentos de su ya épico discurso en Stanford y de ver cuántas vidas tocó con su creatividad… me carcome un pensamiento.

En 1955, Joanne Carole Schieble concibió un bebé no deseado con Abdulfattah Jandali siendo ambos unos jóvenes estudiantes universitarios. Entonces, decidieron entregarlo en adopción al matrimonio Paul y Clara Jobs. Si esto les hubiera ocurrido hoy día, en la era post Roe vs. Wade, quizás aquel niño que hoy todos lloran no hubiera nacido nunca.

Y nunca hubiéramos conocido los Macs. No hubiéramos escuchado música en los iPods.No nos habríamos reído con Toy Story. No podríamos comunicarnos con iPhones. No podríamos leer y navegar por Internet en un iPad. Y nadie nos hubiera dado las lecciones de vida que nos dejó en su discurso de Stanford.

Otros, que quizás también hubieran podido iluminar este mundo como él, no corrieron la misma suerte que el pequeño Steve. ¿Cuántos Steve Jobs nos habremos perdido entre los más de 52 millones de bebés que jamás tuvieron la oportunidad de ser adoptados?

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Libertad en América

A veces Catita se subleva. Pero es genial incluso en su sublevación.

– Catita, ayúdame a llevar este plato sucio a la cocina…

Me mira con el ceño fruncido y, refunfuñando, se lo lleva a la cocina mientras exclama con indignación:

– ¡Pensé que había libertad en América!

 

(Foto de Phil Shaw, bajo licencia Creative Commons)

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«Made in China» in the USA

Catita se montó un parque de atracciones en el sótano de casa y fabricó hasta sus propias entradas. Bautizó el lugar con el nombre de «Fun World» y me entregó uno de los boletos. En el reverso decía:

«Fun World Ticket», Made in China.

Cuando lo leí, no pude evitar la carcajada.

– Catita, ¿por qué escribiste Made in China en esta entrada que hiciste tú?

– Papi, es que siempre pone eso en todas las cosas que tengo.

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Contar las cosas bien importa más que el contarlas

Tortuga en el océano

Hay una frase de Antonio Machado sobre la que reflexiono constantemente. «Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas». Las palabras se pueden aplicar a cualquier ámbito de la vida. Pueden ser, incluso, el lema de toda una existencia. Pero ahora las quiero enfocar en el periodismo, que además viene muy a cuento por lo de la buena letra.

Hace algunos años, era esa parte de la «buena letra» la que más me llamaba la atención. Quizás por mi ilegible caligrafía, que atormentó a muchos y, gracias a los ordenadores, quedó en el baúl de los recuerdos.

Ahora, lo que me preocupa  es lo de «hacer las cosas bien». ·Hacerlas» lo puede hacer cualquiera. Pero «hacerlas bien»…

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10 errores de redacción a evitar

Foto de FoodJungle

Tengo la tentación de escribir que cada vez escribimos peor, que las nuevas generaciones tienen cada vez peor ortografía, y bla, bla, bla, pero como no lo he podido verificar estadísticamente, no lo voy a afirmar. Si alguien tiene datos que los aporte para enriquecer esta entrada, que en realidad, no busca más que alertar sobre diez errores de redacción que venimos cometiendo desde hace décadas, lo que me lleva a pensar en que quizás, ya hayan dejado de ser errores, por aquello de la democracia. Ahí van:

1. Evita los gerundios de posterioridad causando confusión en los lectores.

2. Lee en voz alta tus textos para evitar el malestar de utilizar rimas internas.

3. Las oraciones pasivas deben ser evitadas a toda costa.

4. El sujeto, nunca debe separarse del predicado con una coma

5. Limita tenazmente el uso de adverbios terminados en «mente»

6. El uso de «a tratar», «a debatir» son expresiones a omitir

7. Ojo con el verbo haber. Te evitará que hayan muchos problemas en tus textos.

8. Evita los anglicismos. Esta norma impleméntala cuanto antes.

9. Lucha contra los tópicos y clichés como gato panza arriba.

10. Y para finalizar, decir que debe extremarse la atención para evitar el llamado infinitivo radiofónico.

 

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Vivimos para contarlo, pero no contamos con que hay que vivirlo

(Foto de Harold.Lloyd)

Nos ha tocado vivir una época en la que estamos más pendientes de hacer «check-in» en FourSquare que en observar el lugar al que llegamos; nos preocupa más sacar una foto y subirla a Facebook o Instagram que disfrutar el instante que estamos captando; estamos más pendientes de tuitear lo que alguien dice que de escuchar atentamente lo que quiere comunicar; nos afanamos más en agregar amigos y contactos a Facebook y Linkedin que en profundizar nuestros lazos con las personas que tenemos más cerca y con las que convivimos diariamente.

Aunque no soy tan extremista como Sherry Turkle, sí comparto sus inquietudes, y creo que hay que tenerlas en cuenta en este mundo digital 2.5, casi 3.0 (Tengo en mi lista de lectura inmediata su «Alone Together«. Ya llegaré).

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