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Las chanclas

Bunjaer Larkin se fue a pasar la tarde en la playa. Se quitó las chanclas, se sentó sobre la arena, muy cerquita de la orilla, y allí se quedó, pasmado, mientras el sol caía poco a poco sobre la línea del horizonte y sus rayos agonizantes reverberaban en las olas.

Pensaba en cosas brillantes que sólo a él se le ocurrían, como por ejemplo que el Sol, cuando se oculta, no es que se vaya a la cama a descansar, sino que empieza un nuevo turno de trabajo, en otra parte del mundo. «El Sol es el trabajador más ardoroso del mundo, el que más suda para ganar el pan y el peor pagado. Cómo debe quemar eso», pensaba, a la vez que introducía la palma de la mano derecha en la arena y excavaba pequeños hoyuelos.

El Sol ya apenas se veía. Sólo unos trazos rojos que se iban hundiendo bajo la superficie del agua. Larkin estaba cubierto de la arenilla que se caía de su mano cuando hacía los hoyuelos. Y se hartó de estar en la playa. Se levantó. Arrojó sus chanclas al agua muy cerquita de la orilla para limpiarlas y poder irse a casa. Las chanclas flotaban como barquitos. Se inclinó para recogerlas, pero se desplazaron unos centímetros y tuvo que dar un pasito para poder recogerlas, pero de nuevo, se volvieron a alejar otro centímetro. Larkin se rió socarronamente de la osadía de sus chanclas, e intentó una vez más agarrarlas, con el mismo resultado. Lo que parecía un juego al principio, empezó a desquiciar a Larkin, que no lograba recuperar sus chanclas y cada vez se alejaban más y más de la orilla. Cuando se giró hacia atrás para situarse con respecto a la playa, ya no se veía tierra por ningún lado. Estaba en medio del océano, a oscuras, perdido, a un centímetro de sus chanclas.

El perro que se me olvidó contar

(foto de Matt Wright)

Siempre que mi amigo coreano Gung me invita a comer, cuento meticulosamente los perros que deambulan por su casa. Tiene que haber cuatro: 진히, 미듬, 소망 y 빼빼로. Lo hago como rutina desde que me enteré que los coreanos son aficionados a la carne de can, también conocida como «canne». Por eso, después de saludar a Gung y a su esposa, lo primero que hago es este ejercicio de cálculo. Ya he desarrollado cierto afecto por los chuchos, que me saludan efusivamente meneando la cola cada vez que me ven.

La semana pasada, llegué con tanta hambre a casa de Gung que casi se me olvida saludarles a él y a su esposa. «Dejaré a los perros para después», pensé yo, mientras me sentaba ansioso a la mesa.

La cena estuvo deliciosa y la conversación muy amena. Charlamos de todo lo que nos gusta hablar cuando nos juntamos los tres: de fútbol, de antigüedades chinas y de paraguas de colección. Pasadas las tres horas, decidí que ya era hora de marcharse. Me despedí del matrimonio y también quise decir adiós a los perritos.

– Adiós 진히, adiós 미듬, adiós 소망… ¿dónde está 빼빼로?

El plagio

(Foto de Jodigreen)

Guido Karpasián era un escritor tan bueno que un día decidió plagiarse a sí mismo. Sabía que era la forma más fácil de tener éxito, con el mínimo esfuerzo y sin las engorrosas demandas que suelen derivarse de estos casos. A fin de cuentas, él era el autor. Es verdad que podría tener un día de debilidad, de esos en los que uno se cae mal a sí mismo, y entonces demandarse por ese plagio, pero la probabilidad de que eso ocurriera era mínima.

Así que escogió uno de sus textos menos conocidos, de cuando era un principiante, y lo publicó sin escrúpulos, sin cambiar una sola coma. La crítica  se deshizo en elogios al día siguiente, pero a Karpasián le pesó la conciencia y, tras tortuosas cavilaciones, decidió demandarse por plagio.

El caso fue un gran escándalo en el país. Contrató al mejor abogado que pudo encontrar para un proceso judicial inaudito. Las audiencias duraron semanas y  después de escucharse todos los argumentos, acorralado, Karpasián se declaró culpable. Nunca más volvió a escribir una sola letra.

Guido Karpasián, 1985

El pájaro negro

(Imagen de Xiaofeng17)

Paseaba un domingo por el bulevar. El sol reverberaba en las hojas de los álamos, y algunos rayos se filtraban entre las ramas, haciendo un efecto óptico similar al de un proyector de cine antiguo. El trinar de los pájaros permeaba de armonía toda la escena. Así de ensimismado iba, cuando un excremento de pájaro, caído en perfecta línea vertical sobre sus gafas, rompió la armonía del momento. Iracundo, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a limpiar la lente. Levantó la vista, y a pocos metros, otro señor, bien trajeado, acababa de recibir un impacto similar sobre el hombro de su chaqué. No pudo reprimir la carcajada, una risotada estentórea que encontraba consuelo inmediato en el mal ajeno. Sintió entonces el revoloteo de otro pájaro, éste negro y preso dentro de su cuerpo, que certeramente depositaba otro excremento en el centro de su conciencia.

Vino sin vivir en mí

Wine Glass

Quiso probar el vino antes de morir. Así que en el lecho de muerte le llevaron una copa. Bebió a sorbitos. Se quedó inmóvil por unos segundos, paladeándolo. Le dieron tantas ganas de vivir para seguir bebiendo que nunca murió.

Las limitaciones de un mundo a imagen de Twitter

Se encuentran en la calle dos amigos que no se ven desde hace 27 años.

– Hola Fernando, ¿Cómo te ha ido en todo este tiempo? Tengo tantas cosas que contar. En primer lugar, me casé y, ¿sabes lo mejor? Te vas a… (te excediste de los 140 caracteres)

– Oye, pues me has dejado en ascuas… yo también tengo mucho que contar. ¿Recuerdas aquella carta anónima que me escribieron? Pues era u… (te excediste de los 140 caracteres)

– Así no hay quien se comunique.

– Pues sí, limitémonos a tener una conversación superficial.

– Venga.

– Perfecto.

– Muy bien.

– Me alegro mucho de verte.

– Yo también.

– Oye, por cierto, ¿quién es toda esa multitud que tienes detrás?

– Son mis seguidores.

La emoción

(Foto de Abuela Pinocho)

Abrió nerviosamente el periódico, directamente en la página del número ganador de la lotería. Tenía las manos sudadas. En una de ellas el boleto; en la otra el periódico todo arrugado. Casi tiritando, verificó una a una las cifras. Coincidían todas. Todas. Se le aceleró el corazón. Había ganado 17 millones. Pero la emoción empezó a embargarlo, comenzando por su casa, su coche y finalmente el premio que acababa de ganar… hasta quedarse sin nada.

El encuentro

(Foto de Jsome1)

Apoltronado en su asiento del tercer vagón se fijó a través de la ventana en una anciana que arrastraba una maleta por el andén, hasta desaparecer de su vista. El jefe de estación hizo sonar el silbato con estridencia y el tren arrancó. Minutos después, apareció ella, la viejecita, arrastrando su maleta por el pasillo del tercer vagón.

Se acordó de las abuelas que nunca tuvo. La que murió antes de que él naciera y la que desapareció un día de su casa siendo él un bebé. La anciana hizo ademán de levantar la maleta para colocarla en la repisa sobre su asiento, pero él se adelantó y la ayudó.

Pesaba mucho. Con algo de esfuerzo la alzó. Cuando ya la tenía medio apoyada en el borde de la repisa, se dio cuenta de que estaba mal cerrada, pero no tuvo reflejos suficientes para evitar que por el agujero se colara un frasco de medicinas y un marco de alpaca y cristal, que se hicieron pedazos al golpear el suelo. Dejó la maleta. Se agachó para recoger el marco destruido y entregarle la foto a la anciana, pero quedó paralizado al distinguir entre los añicos la foto amarillenta de su padre y su tío veinte años atrás.

El misterio del sombrero

(Foto de PdBreen)

En la Francia del siglo XVIII, los sombreros estaban muy de moda. Por eso nadie entendía por qué Pierre Boulangerie se negaba a calarse uno.

– Venga, ponte uno… eres el único que va por la calle sin sombrero, le decían sus allegados (los que han llegado).

Pierre siempre les respondía lo mismo.

– Desde que me cortaron la cabeza en la guillotina, no tengo humor para llevar sombrero.

Recuerdos de Rumania

Foto de PgpDesign

Nunca estuve en Rumania. Nunca recorrí sus calles, ni conocí a sus gentes, ni contemplé sus paisajes. Tampoco probé su gastronomía: jamás comí un ciorba de perisoare, ni un ciorba de burta, ni el fasole cu costita… ni siquiera el sarmale. En mi vida recibí una postal desde Bucarest. Por todos estos motivos, soy incapaz de escribir un post que se titule «Recuerdos de Rumania».