Archivo | Cajón de Sartre RSS para esta sección

Una vida de libro

IMG_7526.JPG
Han sido tres íconos de mi vida que han desaparecido en el mismo número de días. El lunes, me enteraba de la muerte de Robin Williams, protagonista de «Dead Poet Society», una de las películas que más me marcó en mis años universitarios.

El martes, se iba Lauren Bacall, la pareja de Humphrey Bogart en tantas películas del cine clásico de Hollywood que alimentaron durante años mi voraz cinefilia.

Y hoy me entero del cierre de El Parnasillo, un nombre que a la mayoría no le dirá nada, pero a los que frecuentamos durante años esta librería de Pamplona la noticia nos golpea como un martillo de herrero sobre un yunque. Javier, uno de sus dueños, orientó las lecturas de cientos de personas a lo largo de los años y nos descubrió autores a los que de otra formas quizás nunca hubiéramos conocido. Siempre nos quedará El Parnasillo, pensaba yo cada vez que volvía a Pamplona año tras año mientras veía cómo otras tiendas cerraban sacudidas por la crisis. Pero hoy le tocó.

Por eso, para rendir homenaje a Javier, publicó este perfil que escribí hace ya casi dos décadas en una de las asignaturas de Periodismo durante la carrera. Es quizás uno de los textos que guardo con más cariño porque gustó mucho a dos de mis maestros: Pedro de Miguel, que se inspiró en él para uno de sus brillantes posts en su ya clásico blog Letras Enredadas; y Paco Sánchez, que lo leyó en voz alta en clase de Periodismo Literario como un ejemplo de perfil. Lo reproduzco sin corregirle una coma (hoy lo leo y editaría muchas cosas, pero entonces ya no sería lo mismo).

_______________

Javier López de Munáin le inocularon el «virus» del libro cuando tenía trece años. En un pueblo del Bajo Goyerri, en Guipúzcoa, los veranos no se contaban por días sino por páginas leídas. El desayuno, la comida, la merienda, la cena… cualquier instante era bueno para avanzar en la lectura del libro de turno. Por eso, no es de extrañar que para los catorce años ya hubiera terminado con todas las grandes obras de la literatura rusa.
Javier tiene ahora 54 años (nació en el 42, como Isabel Allende) y una librería en Pamplona. «El Parnasillo» se llama. Este rol social que ha terminado por desempeñar contrasta con una vida, la suya, plagada de batallas contra sí mismo y contra la sociedad. Parece que después de las tormentas que ha sufrido ha decidido ponerse a cubierto y encerrarse en su librería. En este pequeño local que regenta caben todos los libros que a uno se le ocurra comprar. Cuesta creer que en tan pequeño espacio material estén codeándose Henry James con Lope de Vega y el Arcipreste de Hita con Bernardo Atxaga.

El mundo religioso siempre ha estado muy presente en su vida. Desde que empezó los estudios en un Colegio de monjas de su Burlada natal hasta que salió del seminario en el año 67 su existencia estuvo impregnada de Dios. Fue a los once años cuando tomó la decisión de entrar en un seminario menor de los escolapios. Estudió Magisterio de la Iglesia y Civil, tres años de Filosofía y Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. En este período llegaba a leer una media de un libro diario, al margen de los estudios. Leyó todo Lorca, todo Inclán, todo… Mientras se aburría en las clases de Teología se tragaba las Sonatas de Valle Inclán. La potente biblioteca de la Universidad de Salamanca dejó de tener secretos para él.

La sacudida de finales de los sesenta le afectó como a muchos de su generación. Abandonó el seminario y empezó Económicas en Bilbao, esta vez con una vida diferente. Los problemas políticos surgieron fruto de la tensión que se vivía en esos años en la Universidad. Los ecos de Nanterre pasaron factura. Era el delegado de su clase y su «ficha policial» era terrible. Las autoridades tenían una carpeta llena de fotos e informaciones suyas. «Para el Régimen no era más que un desgraciado», dice Javier.

Ahora ha roto con todo lo trascendente. Mantiene cierto teísmo pero es otra cosa. Le sigue produciendo escalofríos entrar en una iglesia y escuchar el canto gregoriano, pero es más bien algo estético que otra cosa. El culto lo ha dejado por completo aunque reconoce también que ideas que otrora defendió con vehemencia no son tan bondadosas como le parecían. Su activismo ha amainado. Después de la tempestad dicen que viene la calma.

Su apariencia dista mucho de la de un deportista: bajito, bastante calvo (el pelo que le queda es cano) y «barbita» estilo Lenin, con anteojos de zapatero y tirantes. Sin embargo, tiene un pasado diferente. En sus años en el Monasterio de Irache, a finales de los 60, aprendió a jugar al baloncesto y al béisbol con cubanos. Completaba este ejercicio físico con subidas y bajadas a Montejurra, que servían para castigar un cuerpo demasiado hecho al estudio y a la lectura. Ahora disfruta viendo el deporte por televisión. Se confiesa seguidor acérrimo de Osasuna, aunque los resultados adversos de los últimos tiempos le han hecho perder cierto interés. Javier siempre busca un caballo ganador, alguien en quien proyectar lo que él no ha sido. Por eso disfruta con Miguel Induráin, a quien sigue con verdadera pasión.
El libro, además de ser un medio de vida, es su amigo. Un amigo al que le habla y quiere. Siente pena por aquellos que nadie lee. Para Javier son algo más que un mero elemento comercial que uno consume. Hay una anécdota, relacionada con esta peculiaridad suya, que siempre cuenta:

«Tenía una colección llamada Colección noventa, de Grijalbo de México. Eran libros filosóficos, de marxismo sobre todo. Valían 90 pesetas en aquella época, hace quince años. Había uno que se titulaba La vía italiana hacia el socialismo de Palmiro Togliatti, uno de los padres del Partido Comunista en Italia. Llevaba años en la librería y no se vendía. Yo le decía: ‘Palmiro, no interesas a nadie, nadie te compra, el eurocomunismo está pasado de moda’. Pero me negaba a devolverlo a la editorial. Lo cambiaba de un estante a otro y le decía: ‘¿Aún sigues ahí, Palmiro?. Nunca te van a llevar’. Un día vino una chica, cuando el Partido Comunista italiano se estaba transformando. Cogió el libro y cuando se acercó al mostrador para pagarlo le dije: ‘Este libro no te lo vendo. Llevo tantos años con el Palmiro que hasta le hablaba. No te lo puedo vender. Te lo voy a regalar’. Se quedó encantada».

Le hubiera gustado ser profesor y periodista. Lo primero le viene de su pasado como escolapio. Los escolapios hacen, además de los tres votos tradicionales, un cuarto: poner un cuidado especial en la educación de los niños. Se dedicó dos años a esto pero las dificultades económicas lo apartaron de la enseñanza. La vía del periodismo también se le cerró cuando en agosto de año 67 no le admitieron en la Escuela de Periodismo de Navarra.

Por sus gustos literarios pasan muchos de los libros que vende. Sus «horas de vuelo» le convierten en un auténtico gurú, de quien muchos se fían a la hora de comprar una obra u otra. Es corriente la estampa que muestra a Javier atendiendo a cinco o seis personas que le piden consejo. A veces los clientes le ponen en verdaderos aprietos de los que siempre sale airoso, como aquella ocasión en la que una persona le planteó el siguiente acertijo:

– Quiero un libro cuyo título es para mí la palabra más difícil del castellano y el autor tiene nombre de director de cine.

Javier se quedó pensativo durante unos instantes mientras murmuraba para sus adentros: «Buñuel, Berlanga… sí Berlanga…. ¿qué puede ser? Berlanga, Berlanga… síiiiiiiiii». Se le iluminó la mente.

– La Gaznápira -le dijo.

El tipo se quedó deslumbrado.

Se confiesa un horaciano empedernido y admirador de Pessoa y César Vallejo. Sorprendentemente uno de los libros que más le cautivan es La Biblia. De ésta le encanta el libro del rey Salomón, los salmos, el libro de Job, el Pentateuco, las Cartas de San Pablo, Oseas, Amós… de hecho hizo su tesis sobre los profetas menores. Presume de que no hay ningún libro que le haya defraudado porque los libros que no le sugestionan los deja. «Muchísimos libros se me caen de la mano allá por la página quince o veinte», dice. Aventura que sólo aquellos que sean maestros de la lengua se considerarán algún día clásicos. De los españoles de ahora Landero, Cela, Atxaga, Umbral en su faceta periodística y Miguel D’Ors podrían incluirse, según él, en está pléyade.

Se le nota orgulloso cuando cuenta los orígenes de su librería: «Empecé trabajando durante tres años en una librería llamada Andrómeda, en la calle Amaya. No tenía vacaciones y el poco tiempo que me quedaba lo dedicaba a moverme por Madrid y Barcelona para conocer editoriales. En mayo del 73 la dejé y me junté, en octubre de ese mismo año, con dos socios más, Lola y Antonio. Ahí nació El parnasillo, cuyo nombre ya teníamos en mente desde el año 70. Ese año habíamos creado un grupo de teatro que se llamaba Valle Inclán.
Representábamos obras de Camus, de Beckett y otros autores. El grupo desapareció pero siguieron las ilusiones culturales. En ese momento se nos ocurrió la idea de crear una biblioteca pública con nuestros fondos, más fondos del mundo editorial. Fuimos al Ayuntamiento para ver si nos ofrecían algún local gratis. El funcionario al que acudimos nos apodaba el parnasillo pamplonés. Así surgió el nombre.

«De aquel grupo salieron el novelista Javier Mina y Manolo Bear, director del Diario de Noticias, entre otros. Eramos gente muy ilusionada pero sin dinero. Nos dejaron 50.000 pesetas para alquilar una bajera en Paulino Caballero, donde está el Bar Oslo. Allí permanecimos desde 1973 a 1978. Posteriormente pasamos adonde se encuentra actualmente».

Para Javier y sus amigos aquellos fueron años duros Tuvieron problemas con los sectores más reaccionarios de la derecha navarra. Intentaron quemar la librería en tres ocasiones, rompieron las lunas del escaparate cinco veces y, dos meses antes de los acontecimientos de Montejurra, un comando de los guerrilleros de Cristo Rey ametralló el local y puso una pintada firmada que decía: «CABRONES». Javier pertenecía al Partido Comunista, tenía libros de marxismo y carecía de prejuicios sobre ciertos temas. «Había sectores de bienpensantes que no querían que vendiera ciertos libros y venían a quejarse. Pero no pasó nada. Ahora todo está normal», dice con la tranquilidad que da el paso del tiempo.

Los blogueros hibernan en verano y Berna es la capital de Suiza

Este blog que lees es una especie de oso, un oso rechoncho y peludo que duerme plácidamente y al que da miedo despertar. Me acerco con sigilo y le presiono repetidas veces en el lomo. Insisto. Y nada.

Quiero sacarlo del letargo, pero me da miedo hacerlo. A lo mejor se pone de mal humor y me cercena un miembro de un certero zarpazo (me encanta aliterar, hay que aliterar todos los días; creo que es herencia de todos los años que dormí en una litera).

Suscribo lo de «Tuitear sin bloguear» que dice mi amigo Leandro. ¿Para qué vas a escribir 300 palabras si con 140 caracteres la gente se queda satisfecha e incluso te retuitea? Economía de palabras. Hay que dosificar, como decía Induráin (gracias Mikel por recordármelo).

¿Dejaré dormir al oso? No sé. No he dejado de azuzarlo mientras escribo esto… caray, está levantando un párpado… se está girando… torna el torso… ¡ZAS!

Allendegui causa conmoción en Egipto

Protestas en Egipto

Protestas en Egipto (Foto de Al Jazeera)

Cuando uno escribe en un post, es difícil predecir las consecuencias que puede llegar a tener. Hace tres días publicaba una entrada sobre los orígenes de Twitter en el Antiguo Egipto y hoy se montó la gorda: el viernes de la ira en El Cairo. Ander me alertó esta mañana.

Ha sido revelar el twitter faraónico y suspenderse inmediatamente Internet en Egipto… ¡Allendegui hace temblar a los déspotas árabes!

Pido mil disculpas a todos los afectados y prometo no volver a hacerlo. ¡Si es que es mejor no abrir la boca!

Hallazgo arqueológico: Twitter existía en el Antiguo Egipto

Un grupo de arqueólogos sorianos desenterró esta semana en la zona del templo de Abu Simbel un documento que posiblemente marcará un antes y un después en las investigaciones sobre redes sociales. Se trata de un papiro de reducidas dimensiones (10×8 centímetros), policromado, que data de los tiempos del faraón egipcio Akenatón y que, de ser auténtico, demostraría que Twitter ya existía en torno al 1.300 a.C. Si haces clic en la fotografía la podrás ver ampliada. En próximos posts informaré sobre los resultados de las pruebas de carbono 14 a que se está sometiendo esta joya del Período de Amarna, del Imperio Nuevo de Egipto.

¿Para qué el contacto humano si tenemos suficientes redes sociales para evitarlo?

Foto de Adam Cohn

Foto de Adam Cohn

He llegado al convencimiento de que existe un grupo siniestro disperso por el mundo que se dedica a inventarse redes sociales. Su objetivo es claro: enredarnos a todos para que no hagamos otra cosa de provecho en nuestra vida, para que no nos quede ni un minuto de tiempo para pensar, para reflexionar, para disfrutar la belleza y contemplar el mundo, para bebernos unas cañas con los amigos…

Esta banda perniciosa opera de la siguiente manera: envía pseudosociólogos a bares, restaurantes, cines, bulevares, plazas, iglesias… a todo lugar donde la gente se reúne y convive, como ha hecho desde tiempos inmemoriales. Contabilizan el número de personas allí congregadas y lo envían a un centro de procesamiento, donde, mediante complejos algoritmos, un grupo de personas se reúne durante horas, tomando cerveza, departiendo amigablemente, tocando la guitarra, hasta determinar que semejantes concentraciones de individuos son intolerables y que es necesario crear una nueva red social en Internet para evitar el desagradable trato humano.

Al año siguiente realizan el mismo operativo y llegan a la misma conclusión: hay que inventarse otra red social. Y así, sucesivamente… Y no piensan detenerse hasta que que toda la población mundial aproveche los 86.400 segundos de su día interactuando unos con otros mediante ordenadores, teléfonos móviles, tabletas, televisores… aunque para ello tengan que inventarse una red social diaria.

La serendipia de la mala patilla

La serendipia de la mala patilla

La serendipia, o el descubrimiento de las cosas por azar, ha sido la madre de grandes descubrimientos, como la penicilina o el Principio de Arquímedes (principio, porque fue el principio del odio al de Siracusa por millones de estudiantes de siglos venideros que tendrían que estudiarlo en clase de Física). Pero la serendipia, pese a sonar muy rimbombante, está al alcance de cualquiera. No hace falta tener un premio Nobel o estar tocado por algún tipo gracia especial; basta con ser un poco torpe. Sí, torpe. Una pequeña dosis de torpeza puede ayudar a hacer grandes descubrimientos.

Por ejemplo, el otro día dejé mis gafas, de las que tanto dependo para ver las cosas claras, en el almo suelo. Y un pie cruel las aplastó sin piedad, con tanta fuerza, que cercenó una de sus patillas, la izquierda concretamente. Apesadumbrado, ahíto de tristeza, alcé la montura amputada como quien recoge del suelo un pajarillo malherido. La miré con compasión y ternura.

Superado el estupor inicial, decidí adoptar una actitud positiva y acomodé los lentes maltrechos sobre mi nariz. ¡Se sostenían sin problema! Me miré en el espejo para constatarlo. No sólo se sujetaban con gran finura sino que además mejoraban mi aspecto, que se tornó moderno, tenue, fresco y remozado como por arte de magia. Ese lateral al descubierto era toda una innovación estética.

Con el paso de las horas he ido descubriendo más ventajas. Mi oreja izquierda se cansa menos. No tiene que sostener el peso de la patilla. Y ese esfuerzo que se ahorra la aurícula, lo emplea en escuchar mejor. Así, por primera vez en mi vida, puedo captar tonos agudos que sólo los perros son capaces de discernir. E identificar cada una de las notas de la novena sinfonía de Beethoven. ¡Qué maravilla!

La patilla huérfana, la llevo guardada en el bolsillo de mi camisa, y la saco cuando se tercia, para pinchar una aceituna en el aperitivo, para rascarme la oreja cuando me pica o incluso para embocar una pelotita de papel de aluminio en un hoyo ficticio, en un birdie imaginario.

En la calle, la gente se me queda mirando. Los más atrevidos me paran e inician una conversación, inquiriendo sobre la patilla mutilada. Pero después de las explicaciones iniciales y el rubor por mi torpeza supina, el diálogo enseguida deriva por interesantes vericuetos, y tenemos elevadas disquisiciones sobre física cuántica e iconoclastia, un nuevo procedimiento quirúrgico para ensanchar arterias utilizando iconos bizantinos.

Además, al minimizar el rozamiento de las gafas con la atmósfera, puedo caminar con más velocidad, a un paso más ligero y llegar puntual a todas las citas. Y al subirme en los atestados vagones del metro, un soplo de aire fresco me entra por el lateral izquierdo y me ayuda a sobrellevar mejor el calor humano.

Pero aún hay más. A la hora de irme a dormir, al borde de la extenuación, sólo tengo que doblar una de las patillas, en lugar de dos, un ahorro de energía considerable, que utilizo para cerrar más rápido el párpado izquierdo. En definitiva, todo son ventajas.

¡Estoy tan contento con mis gafas monopatilla!

Feliz Navidad: no os atragantéis, reflexionad

El misterio de la Navidad es tan grande que me siento incapaz de escribir. La grandeza de Dios se hace Niño en un humilde pesebre de Belén. El «Verbo se ha abreviado», una frase que recoge Benedicto XVI en su exhortación apostólica Verbum Domini y que no abandona mi cabeza. Por eso, prefiero subcontratar este post a dos autores reconocidos: el propio Benedicto XVI, con un fragmento de su homilía de la misa de Nochebuena de 2006, y Mariano José de Larra, uno de mis escritores favoritos, con un pasaje de su «Nochebuena de 1836». Creo que sabréis cuál es cuál:

La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo.

Y el segundo:

Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo, nació el que no reconoce principio, y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime misterio!
¿Hay misterio que celebrar? Pues comamos, dice el hombre; no dice: reflexionemos. El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!

¡Feliz Navidad!

Laurent Fignon y la resistencia al fracaso

(Fignon, en segundo lugar, subiendo la Croix de Fer, en el Tour de 1989. ¿Adivinas quiénes son los demás?)

Ayer me quedé frío al enterarme de la muerte de Laurent Fignon, a los 50 años, víctima de un cáncer. Pese a que nunca simpaticé con él, la noticia me entristeció y sentí morir con él una parte de la historia de mi afición al ciclismo. Enseguida me acordé de Juan Angel Monreal «Bezu» y de aquellas largas discusiones colegiales en las que él defendía tenazmente a Fignon, del que decía que era «un corredor muy fino». Por eso le pedí que me escribiera algo sobre «El Profesor» para publicarlo en Allendegui, como «columnista invitado». Quizás «Bezu» sea una de las pocas personas que conozco que comprendía al ciclista francés. Ahí va:

«Al Tour se va a ganar, no a hacer amigos«. Lo dijo José Miguel Echávarri al opinar sobre la relación que mantuvieron Alberto Contador y Andy Schleck en el último Tour de Francia. Pero la frase bien podría definir a Laurent Fignon, quien, al retirarse, no dejó demasiado afecto en el pelotón y sí una nómina de triunfos notable y variada, repartida de marzo a octubre y de 1982 a 1993. Once años y una bisagra entre dos tiempos.

Porque el ciclismo de Fignon, como el de Lemond, como el de Roche, como el de Perico Delgado, arranca en Hinault y termina en Induráin. Todos vivieron los calapiés de correas y los automáticos, pasaron de las viseras a los cascos, de las cronos en bicicleta convencional a los manillares de cabra y de triatleta. De los entrenamientos casi artesanales, intuitivos, al preparador y al médico propio. Los cuatro, nacidos apenas con 20 meses de diferencia, llenaron también una época irrepetible, cuando los mejores todavía disputaban casi todas las carreras, daba igual la fecha del calendario. Y cuando sólo Lemond anunciaba el ciclismo de calculadora y esfuerzos controlados que vendría después.

Fignon no fue el mejor ciclista de su época, ni por supuesto el más simpático. No poseía el carisma de Perico, su capacidad de aceleración y desborde, ni la fría inteligencia táctica de Lemond. Tampoco brillaba contra el reloj y en los descensos, como Stephen Roche. Pero pocos mostraron su misma resistencia al fracaso. El parisino impulsaba la bicicleta con orgullo y coraje, casi siempre sentado sobre el sillín, cabeceando detrás de sus gafas redondas. Cabreó a los rivales atacando bajo la lluvia y en los avituallamientos, reclamando recorridos más duros. Escupió a las cámaras de televisión, fue arrogante y deslenguado. Reconoció haberse dopado.

En 1984 venció arrollando, casi con desprecio. Los rivales apenas podían observar su melena rubia alejarse en La Plagne, en Alpe D’Huez, en Crans Montana. Ganó aquel Tour con diez minutos de ventaja sobre Hinault, pero nunca recuperó el mismo nivel. Llegaron las lesiones y Fignon tuvo que conformarse con triunfos efímeros y resurrecciones fallidas. Hasta que, en 1988, decidió inscribirse en el Tour del Porvenir, donde, casi en silencio y rodeado de jóvenes promesas, venció y recuperó antiguas sensaciones. Firmó un 1989 memorable: ganó la Milán San Remo en marzo, el Giro en junio, perdió el Tour por ocho segundos en julio y arrasó en el Gran Premio de las Naciones, una crono monstruosa de más de 90 kilómetros que se disputaba en septiembre. Tras aquel año agotador, se diluyó.

Quedan sus victorias, el orgullo de quien nunca pedía un relevo ni regalaba un triunfo. Mucho antes de que –gracias Sastre por poner palabras a lo que muchos pensábamos– el ciclismo se pareciera a «una patraña de niñatos«.

¿Todos somos periodistas?

(Foto de Maurits Burgers)

Estoy al borde de una crisis de identidad profesional. Hasta hoy, cuando la gente me preguntaba a qué me dedico, respondía todo ufano y sin dudarlo: soy periodista. Pero después de leer un artículo de Dan Gillmor en Salon.com ya no lo tengo tan claro. Ya no sé qué voy a responder a partir de ahora.

En el artículo, Gillmor dice que “todos creamos contenidos. Cualquiera puede cometer un acto de periodismo y muchos de nosotros lo haremos. Podemos contribuir al ecosistema periodístico una vez, rara vez, con frecuencia o constantemente… ¿El muro de Facebook? para algunos son noticias, ¿no? ¿las fotos en Flickr? ¿los vídeos de Youtube? ¿Añadir una ubicación en el mapa de otra persona?”

“¿Necesitamos un nuevo nombre para los creadores modernos de contenidos, concretamente para los que crean información valiosa para sus comunidades (geográficas o de interés?”, agrega.

Si cualquiera puede hacer esto hoy día con los medios digitales que existen a disposición de todos, ¿qué es entonces un periodista? ¿quiénes son los periodistas? ¿qué los diferencia del común de los mortales en esencia?

¡Qué angustia! Busco alivio en el Diccionario de la Real Academia, que siempre nos saca de todos los entuertos, pero lo que encuentro me turba más.

periodista.
1. com. Persona legalmente autorizada para ejercer el periodismo.
2. com. Persona profesionalmente dedicada en un periódico o en un medio audiovisual a tareas literarias o gráficas de información o de creación de opinión.

¿Legalmente autorizada? Yo no tengo ningún carnet, no estoy en ningún registro, nadie me dio ni quitó ningún permiso. ¿Un periódico o medio audiovisual? ¿Qué pasa con Internet? ¿o los teléfonos móviles? ¿tareas literarias o gráficas? Pocas veces me pongo literario, y no sé dibujar ni un cero. ¿Crear opinión? No sé, no sé. ¿Qué opináis vosotros? ¿Os estoy creando opinión? Bueno, quizás, pero no sé.

Me parece que la definición de “periodista” de la RAE necesita una pequeña actualización. Consulto el concepto de “periodismo” en el mismo diccionario en busca de un bálsamo que mitigue mi congoja. Pero no, la profundiza.

periodismo.
1. m. Captación y tratamiento, escrito, oral, visual o gráfico, de la información en cualquiera de sus formas y variedades.
2. m. Estudios o carrera de periodista.

¿Captación y tratamiento de la información? ¿Entonces tiene razón Gillmor?, ¿cualquiera que publique en Flickr o Youtube, o en un blog, o en Facebook, o en Twitter… ejerce el periodismo, luego es periodista?. ¿Y entonces? ¿Si subir vídeos de Youtube es un acto de periodismo? ¿Es necesario tener estudios o carrera de periodista para eso? Pues no lo parece. Estoy aturdido. ¿Existen los periodistas? ¿Se han extinguido? ¿Son alucinaciones mías? ¿Son los padres?

Yo, por si acaso, la próxima vez que me pregunten qué soy, me limitaré a decir: “Yo, Allendegui”

El fútbol de chapas se moderniza… ahora se juega en el iPhone

Casi sin darnos cuenta, nos hicimos mayores. No hace mucho, cargábamos montones de chapas en los bolsillos y nos acodábamos en cualquier rincón para jugar apasionados partidos de fútbol.

O, Playmobil en mano, remedábamos duelos épicos entre el Inter y el Milán sobre una tabla de madera aglomerada, en la que habíamos dibujado las líneas de un campo de fútbol, y sobre la que nos dejábamos literalmente la piel de los dedos, disputándonos una ajada canica china que hacía las veces de pelota, para intentar introducirla con habilidad en una portería hecha de listones de madera y redes de bolsa de mandarinas.

O pasábamos horas simulando grandes vueltas por etapas sobre un tablero compuesto por folios en los que dibujábamos carreteras de distintos colores (según fueran tramos de montaña, llano o descenso), con un pelotón hecho de corredores de papel y cartón, y movidos a ritmo de dados.

Pero hoy me escribió mi hermano Miguel, con el que había jugado a todo eso, para contarme que ya estaba disponible en iTunes el Marca Cap, una aplicación para iPhone que él mismo desarrolló y que simula el fútbol de chapas, aquel que antes jugábamos con chapas de verdad, con olor a Fanta naranja o a cerveza rancia. Su aplicación me pareció increíble, adictiva, aunque sin el olor a Fanta ni a cerveza rancia. La descargué en mi teléfono y me puse a jugar, sin poder reprimir la nostalgia de aquellas tardes de fútbol y ciclismo en nuestra habitación, en aquella atmósfera cargada de sudor y gritos, en la que soñábamos con ser deportistas.