Foto de Jayel Aheram
Este post que estoy escribiendo marca un hito en la historia de este blog. Por primera vez publico una entrada a una altura de 12.000 pies, a bordo de un avión de Delta Airlines. Y lo hago gracias a la conexión inalámbrica que me acaba de regalar el pasajero que se sienta al otro lado del pasillo: Alex.
Al verme desenfundar el portátil, Alex se quitó sus auriculares y llamó mi atención: «Oye, ¿quieres usar Internet? Yo acabo de pagar la conexión para mandar un e-mail y todavía nos queda una hora de vuelo, así que si la quieres, es tuya».
Algo estupefacto, le pedí que me repitiera la pregunta, pues no estaba muy seguro de lo que acababa de oír. No entraba en mis esquemas que un perfecto desconocido me ofreciera, así, por la cara, una conexión a Internet por la que acababa de desembolsar unos cuantos dólares.
«Sí, que si quieres usar Internet, te doy mi nombre de usuario y mi contraseña con mucho gusto». Ahora, mi reacción ya no era de sorpresa, sino de desconfianza. «¿Habrá gato encerrado? ¿Por qué me querrá dar gratis la conexión? ¿Será un hacker que quiere tomar posesión de mi ordenador y borrarme el disco duro?», fueron algunas de las preguntas que me cruzaron la cabeza antes de aceptar el ofrecimiento. ¿Por qué hemos llegado a un punto en el que nos cuesta creer que haya gente buena por el mundo?
«Sí, claro. Muchas gracias. ¿Estás seguro de que me quieres dejar tu clave?», volví a insistir.
«Sí, hombre, ningún problema», contestó.
Así que se me acercó y, como no teníamos bolígrafo para anotar (cosas que pasan en la era digital), le tendí mi teléfono móvil y me escribió la contraseña (sí, ya sé, soy un geek/friki).
Todavía atónito por el gesto, me presenté. El se presentó también. «Soy Alex». «Encantado, Alex, muchas gracias de nuevo, ¿vives en Estados Unidos o en México?», inquirí.
«Ahora vivo en Iraq», respondió.
Ahí mi cerebro hizo click, y asoció el aire marcial de Alex, su pelo rapado y su enorme mochila negra llena de herrajes con su condición de militar.
«Me quedan ocho meses allá», agregó.
E imaginé las situaciones que le tocan vivir allí a diario, en Iraq, lejos de su casa, amparado bajo la camaradería de la tropa, en esa hermandad castrense en la que unos y otros se cubren las espaldas y asumen como verdad de fe el «hoy por ti y mañana por mí», y entendí de una vez por qué me regaló la conexión a Internet con la que pude escribir esta historia.