La corrección política los denominaría insensibles e inoportunos. Llamemos con fehaciente distinción a cada cual por su nombre. No estaban todos pero fue una nutrida representación de sinvergüenzas del demonio en tiempos oscuros.
Por Ignacio Fernández Candela / Ayer en comitiva de aquelarre se reunieron en el Casino de Madrid ciento cincuenta muertos. Vestían de gala su putrefacción con la impecable vergüenza de la amoralidad. Lucían sus más indecorosas presunciones y apestaban lujo en un cementerio de vivos aromatizados. Estaban muertos, confinados en un ataúd compartido, irrigados de nauseabundas pestilencias personales que se esparcían por el salón de los demonios; sirvieron exquisita mierda como suculentas viandas en sus platos, en tanto el Pueblo devora la ruina. Aplaudieron en una dimensión de terror luciendo sonrisas de espectros. Las mascarillas que imponen a los asfixiados no los ocultaban, las caras asomaban con descarnada fealdad del espíritu deforme que los unificaba como una sola identidad de pulcra maldad: todos repugnantes hipócritas del Demonio. La flor y nata del escaparate de la falsedad presumía ufana, revolcándose como una piara de ciento cincuenta guarros frente a la indignación cada vez menos contenida que los contempla…