El topo olvidado: Santiago Marcos Marcos.

Hace unos años, contrastando fuentes orales en el ámbito rural, pude conocer y comprobar ‘in situ’ las secuelas de la penuria de un maestro nacional tras los sucesos de 1936. Reflejaban cierta amargura sus palabras, consciente de haberse sentido calumniado y perseguido como resultado de las envidias e injurias contra él levantadas. Con razón Francisco Umbral escribió que «las guerras son beneficiosas a condición de no hacerlas».

Cuando nos conocimos aún vivía en el Coto de Solaviña, a pocos kilómetros de Roales de Campos. Ni siquiera Jesús Torbado y Manu Leguineche hacen mención de él en su investiga­ción sobre los llamados «Topos». En mayo se han cumplido diez años de su defunción. “El topo de Roales”, como se le conocía en la zona, falleció a los 93 años y fue enterrado “sin curas ni sacristanes”. Aunque él nunca me lo dijo, supe por la prensa, con motivo de su fallecimiento, que algunos años antes había mandado construir su tumba, con una lápida presidida por una estrella de cinco puntas y la hoz y el martillo. En la lápida mandó imprimir el autoepitafio que él ideó para su eterno descanso:

“Se intentó despacharme, y casi atrapado, / me escurrí del fuego y el terror marcial, / lo que fue un difícil logro inusitado. / ¿Seré en el futuro otra vez calumniado / aún debajo de este mármol sepulcral?”

En los años anteriores a su penosa experiencia ejerció como maestro nacional en Valladolid y en una graduada mixta de Llano de Olmedo. No militó en ningún partido político durante la Segunda República, tampoco asistió a manifestaciones, ni intervino en actos vandálicos ni de revuelta. Ello se puso de manifiesto en el momento en que se vio obligado a abandonar su último escondrijo y, más concretamente, en la declaración solicitada a las autoridades locales en 1958: «…las acusaciones vertidas contra él fueron simplemente por envidias y nada más».

Permaneció oculto durante veintidós años: desde 1936 hasta 1958. Cuando se precipitaron los acontecimientos en julio del treinta y seis se encontraba en el mismo Coto de Solaviña, donde tuve ocasión de conocerle en 1986. Nadie supo, durante los veintidós años que permaneció «enterrado en vida», en qué lugar se encontraba, excepto sus hermanos. Sólo con ellos tuvo contacto. Tres veces cambió de lugar: primero estuvo escondido en un pajar, después en un silo y, por último, en una bodega de diez metros cuadrado de superficie. Continuamente ‘circularon’ comentarios y se hicieron cábalas sobre su posible paradero; incluso, uno de sus hermanos contribuyó a extender un rumor que llevara a que en el pueblo se olvidaran de él. El rumor consistió en difundir que había aparecido ahorcado en una encina.

Durante buena parte de su obligado cautiverio permaneció informado de sucesos y detenciones por la lectura atrasada del diario ABC que le hacían llegar sus hermanos. No fue ajeno a la publicación de diversas amnistías; no obstante, nunca creyó en ellas. Únicamente se decidió a salir como consecuencia de un fortuito accidente: se rompió un brazo al caer por unas escaleras y – ante el temor de una posible gangrena – optó por abandonar en 1958 la que había sido su «sepultura en vida». No recibió mal trato en ese momento, aunque las autoridades dudaron entre encarcelarle o no. «Quedamos detenidos todos… hasta que se aclaró el asunto. El mismo Franco tuvo noticia de mi aparición. Mandaron aquí un documento con el que no pude quedarme, porque lo trajo el juez. Lo firmé y se lo llevaron».

Una vez recuperado del brazo decidió viajar a París con intención de quedarse allí a trabajar. Tuvo ocasión de entrevistarse con don Félix Gordón Ordáx, que en ese momento era la ‘mano derecha’ de Martínez Barrio, al igual que éste lo había sido – en su día – del líder radical Alejandro Lerroux. Llevaba una carta de recomendación de un traductor de idiomas del Palacio de Ginebra, pero de nada le sirvió. Todos los exiliados que conoció en París le dijeron que había equivocado el viaje y que donde debió dirigirse era a Méjico. Santiago Marcos, el topo de Roales, iba dispuesto a trabajar en cualquier cosa, pero pronto desconfió de encontrar trabajo y decidió regresar a España, a pesar de que le aconsejaron que visitara a Picasso en Marsella antes de volver a Valladolid.

Este maestro nacional apenas pasó un año en Francia. Regresó a España al ver frustradas sus esperanzas de trabajar; pero no se incorporó al Cuerpo del Magisterio, al que había pertenecido hasta 1936. «Si yo fuese médico o veterinario o cualquier otra profesión…¡ a ejercer y a intentar olvidar !, pero… ¿ maestro?… ¡me echarían del pueblo!…»

Cuando nos conocimos iba a cumplir ochenta y cinco años y aún vivía con un hermano dos años mayor que él. Toda su ilusión era ver publicados sus poemas y, en buena medida, lo consiguió costeándose la primera parte de «Mi lira canta ¡escucha!». Apenas salía del Coto y era el escaso vecindario de los caseríos próximos, así como los pastores que se acercaban con sus rebaños hasta el mismo, quienes le proporcionaban las pocas necesidades que tenía para su sustento. Su insignificante pensión, de veinticinco mil pesetas, se vio incrementada en diez mil más a partir de julio de 1988, como consecuencia de las gestiones que llevé a cabo con el entonces ministro socialista de Educación y Ciencia, José Mª Maravall. Fue una de las pocas y míseras compensaciones que recibió, pues, como él mismo plasmó en una de sus numerosas composiciones: «Hay los que me han calumniado, / perseguido y arruinado, / y ésta es la cruel verdad, / que me iré a la eternidad / tras de cornudo, apaleado».

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