El Consejo General del Poder Judicial ha decidido, de forma unánime, cumplir la ley y suspender temporalmente de su juzgado a Baltasar Garzón, el juez más singular de este país y hasta ahora considerado intocable.
No podía ser de otro modo, pues una vez rechazadas las maniobras dilatorias del abogado del ex número 2 en la lista del PSOE por Madrid su suspensión era automática, según marca la ley. Los miembros del CGPJ podían haber optado por apartarlo antes, pero han preferido no hacerlo hasta que no hubiera más opción. Y no ha sido porque faltaran otros motivos que pudieran llevar a esta misma decisión. Aún tiene pendientes dos querellas más por prevaricación y otras decisiones suspechosas pendientes como el «caso Faisán» o la liberación de Usabiaga que se apresuró en ratificar antes de salir por la puerta de la Audiencia, posiblemente por última vez.
Pero a lo largo de estos años, su fama y el corporativismo le permitieron salir de rositas en más de una investigación. Ha tenido que ocurrir algo tan claro como su doble vara de medir en su causa general contra el franquismo, en que no sólo se desdijo de todos sus argumentos jurídicos para no encausar a Carrillo, sino que tuvo que subvertir el proceso penal para continuar con la causa pese a que las personas que quería encausar estaban muy notoriamente muertas. Careciendo de argumentos jurídicos para defender al juez estrella, la izquierda se ha dedicado a lo único que sabe hacer: agitar emociones. Garzón estaba siendo perseguido nada más y nada menos que por atreverse a investigar el franquismo.
Ayer a su salida se desataron a las puertas de la Audiencia las iras de la izquierda, cada día más sectaria, iletrada y emocional que aún está deseando ganar una guerra que no supieron ganar hace 70 años contra un dictador que murió tranquilmente en la cama que fueron convocados con el esperpéntico lema «Que Franco no se vaya de rositas». Allí ondeaban banderas republicanas y aparecieron los cejateros paniaguados de siempre con sus casposas poclamas que están viendo desaparecer con este juez uno de los bastiones más importantes para su esperpéntica batalla contra los fantasmas de la guerra civil. Acabaron manifestándose en las puertas del Partido Popular, que en su paranoia los hacen responsables de esta suspensión. Careciendo en todo este proceso de argumentos jurídicos para defender al juez estrella, la izquierda se ha dedicado a lo único que sabe hacer: agitar emociones.
Garzón estaba siendo perseguido nada más y nada menos que por atreverse a investigar el franquismo. Pero lo único que sucedía es que se le encausaba porque, siendo juez, nada más y nada menos que juez, había violado la ley. Aquellos que se sumaron al linchamiento de Gómez de Liaño –que tuvo que irse a Europa para lograr que se hiciera justicia–, acusaron al Supremo y en concreto al juez Luciano Varela, de izquierdas, de ser nada menos que franquistas. Esa es nuestra izquierda: la más cavernícola de los países de nuestro entorno.
Creo que los jueces deben cumplir y hacer cumplir la ley, tal y como está escrita sin tomar partido y no inventarla a cada paso ni violarla por una causa que pueda considerar superior. Garzón se ha situado por encima de la ley y su marcha será un alivio para muchos españoles y un buen paso hacia la rehabilitación de la justicia dentro de nuestras instituciones.