En el mundo abertzale nadie condena esa violencia; es más, tras el conocido “éxito de De Juana ante el Estado de Derecho”, comprendieron que la perseverancia da sus frutos y, cuando es preciso, los ‘borrokas’ recrudecen los enfrentamientos para recordar que aún están ahí. Durante algún tiempo fueron conscientes de que, llegado el momento, gozaban del amparo gubernamental.
Hubo una época, sobre todo durante la tregua-trampa, donde la alegría existente en el mundo abertzale llegaba hasta las salas de fiestas del País Vasco, donde seguían celebrando el éxito de ETA sobre el Gobierno, el pago del precio político estipulado en la reunión de Vitoria (el 11 de abril de 2005) y el compromiso de excarcelación de los presos aquejados por alguna enfermedad. No hay que olvidar que en la actualidad son casi 800 miembros de la banda y su entorno los que están aún en las cárceles españolas y francesas.
Y esos centenares de presos no están olvidados, aunque en ciertos momentos han representado un lastre para la banda, mientras eran un negocio para sus familias. Y digo que no se les ha dejado de la mano porque el entramado abertzale ha ‘institucionalizado’ el cuidado y la atención a los mismos; una atención que va desde la obligación de ocuparse de las familias de reclusos, arreglar los viajes a los penales de Instituciones Penitenciarias, manifestarse en defensa de los mal llamados ‘presos políticos’, recaudación de fondos y apoyo de todo tipo.
Tal vez lo más triste de todo ese entramado es el apoyo que siempre recibió ETA del Partido Nacionalista Vasco: mientras Fundaciones como la de Gregorio Ordóñez percibía dos mil euros, las organizaciones defensoras de presos etarras recibían decenas de miles de euros. ¿Motivos? Dos fundamentalmente: el miedo de los líderes del PNV y la defensa de los mismos ideales, aunque por diferentes caminos. No hay que olvidar que ETA tuvo su origen en los sectores más radicales del PNV y en la Iglesia vasca.