La serendipia, o el descubrimiento de las cosas por azar, ha sido la madre de grandes descubrimientos, como la penicilina o el Principio de Arquímedes (principio, porque fue el principio del odio al de Siracusa por millones de estudiantes de siglos venideros que tendrían que estudiarlo en clase de Física). Pero la serendipia, pese a sonar muy rimbombante, está al alcance de cualquiera. No hace falta tener un premio Nobel o estar tocado por algún tipo gracia especial; basta con ser un poco torpe. Sí, torpe. Una pequeña dosis de torpeza puede ayudar a hacer grandes descubrimientos.
Por ejemplo, el otro día dejé mis gafas, de las que tanto dependo para ver las cosas claras, en el almo suelo. Y un pie cruel las aplastó sin piedad, con tanta fuerza, que cercenó una de sus patillas, la izquierda concretamente. Apesadumbrado, ahíto de tristeza, alcé la montura amputada como quien recoge del suelo un pajarillo malherido. La miré con compasión y ternura.
Superado el estupor inicial, decidí adoptar una actitud positiva y acomodé los lentes maltrechos sobre mi nariz. ¡Se sostenían sin problema! Me miré en el espejo para constatarlo. No sólo se sujetaban con gran finura sino que además mejoraban mi aspecto, que se tornó moderno, tenue, fresco y remozado como por arte de magia. Ese lateral al descubierto era toda una innovación estética.
Con el paso de las horas he ido descubriendo más ventajas. Mi oreja izquierda se cansa menos. No tiene que sostener el peso de la patilla. Y ese esfuerzo que se ahorra la aurícula, lo emplea en escuchar mejor. Así, por primera vez en mi vida, puedo captar tonos agudos que sólo los perros son capaces de discernir. E identificar cada una de las notas de la novena sinfonía de Beethoven. ¡Qué maravilla!
La patilla huérfana, la llevo guardada en el bolsillo de mi camisa, y la saco cuando se tercia, para pinchar una aceituna en el aperitivo, para rascarme la oreja cuando me pica o incluso para embocar una pelotita de papel de aluminio en un hoyo ficticio, en un birdie imaginario.
En la calle, la gente se me queda mirando. Los más atrevidos me paran e inician una conversación, inquiriendo sobre la patilla mutilada. Pero después de las explicaciones iniciales y el rubor por mi torpeza supina, el diálogo enseguida deriva por interesantes vericuetos, y tenemos elevadas disquisiciones sobre física cuántica e iconoclastia, un nuevo procedimiento quirúrgico para ensanchar arterias utilizando iconos bizantinos.
Además, al minimizar el rozamiento de las gafas con la atmósfera, puedo caminar con más velocidad, a un paso más ligero y llegar puntual a todas las citas. Y al subirme en los atestados vagones del metro, un soplo de aire fresco me entra por el lateral izquierdo y me ayuda a sobrellevar mejor el calor humano.
Pero aún hay más. A la hora de irme a dormir, al borde de la extenuación, sólo tengo que doblar una de las patillas, en lugar de dos, un ahorro de energía considerable, que utilizo para cerrar más rápido el párpado izquierdo. En definitiva, todo son ventajas.
¡Estoy tan contento con mis gafas monopatilla!