El otro día, en la calle, una madre regañaba por alguna trastada a su hija y le decía al final: “¿Cuando aprenderás?”. Y la niña le respondió sabiamente: “A lo mejor aprenderé cuando tenga cinco años”, evidenciando ya, en una edad tan temprana, que había aprendido a la perfección lo que dice la cultura del aplazamiento: todavía no. ¿Cuándo te vas a casar? Todavía no. ¿Cuándo vas a dejar la droga? Todavía no. O ¿cuándo vas a sentar cabeza? Todavía no. Déjame que pase todavía algunos días sin hacer nada que valga la pena.
La cultura del aplazamiento reconoce que las cosas deberían hacerse. No es que piense que sean malas, o contrarias a las propias convicciones. Sabe que habría que hacerlas, pero le cuesta ponerse a ello, y las aplaza para más adelante. Todavía no. Cuando cumpla cinco años, cuando esté más preparado, cuando ya sea casi inevitable hacerlas, porque se acaba el tiempo, cuando me apetezca. Todavía no.
Mario Conde, en su libro sobre la cárcel, sostiene que muchos presos viven pensando solamente en el golpe que darán cuando estén fuera, que será mucho mejor que todos los anteriores, y les permitirá retirarse ya de una vez de esta vida perra, para disfrutar de un merecido descanso. Por eso, la mayoría son reincidentes y vuelven una y otra vez a la cárcel, después de que fallara el último golpe planeado, igual que los anteriores.
Hasta que llega un momento en el que la cárcel se convierte en su casa, y ya no pueden vivir fuera, y siguen dando un golpe detrás de otro, para volver lo antes posible a ese mundo que es el único que conocen bien, el de los sueños aplazados de las cosas que hay que hacer más adelante, todavía no, pero enseguida, en cuanto salga de aquí, dentro de X años, en cuanto sea mayor y haya cumplido mi condena y esté ya en condiciones de hacerlo bien, de dar el gran golpe definitivo que me llevará a la gran vida.
La cultura del aplazamiento, que practicaba con tanta fe esa niña y tanta gente, es una cárcel sin muros, en la que uno mismo se condena a no hacer nada nunca, porque, cuando llega el momento, va y resulta que uno ya no es capaz de hacer algo que le saque de la mediocridad. Y entonces se vuelve, a vivir en el número siete, calle melancolía, y a cantar su melodía, porque cada vez que lo intenta, ha salido ya el tranvía, como recordaba sabiamente Joaquín Sabina en aquella canción.