Si se habla tanto de la obesidad de los niños, puede ser para ocultar
la obesidad mental de los mayores. Los niños están gordos porque sus
padres les atiborran. No son más culpables de comerse la dieta que sus
progenitores de ponérsela en la mesa. Y posiblemente todo proceda de
que se ha instalado entre nosotros la cultura de la desmesura: cuanto
más grande, más contentos. La obesidad de los hijos no es distinta de
la obesidad de los coches que compramos. El coche nuevo nunca es más
pequeño, no vaya a ser que piensen los vecinos que las cosas van mal.
Así hemos vuelto casi a la diligencia de las películas del Oeste, con
esos todoterreno a los que hay que encaramarse para ver el atasco de
todos los días desde un poco más arriba que los demás, y comprobar con
mayor precisión que, si no hay plazas de aparcamiento para los
pequeños, mucho menos las habrá para nuestra flamante carroza,
urbanizada para no salir nunca al campo, sino para dar vueltas a la
manzana incansablemente, sin encontrar en dónde poder dejarla y evitar
el llegar tarde a las citas.
La obesidad mental, la cultura de la desmesura, procede del síndrome
del acaparador, la persona que guarda todo, que tiene miedo a que un
día vaya a hacer falta y no lo tengamos a mano. Que el niño coma un
poco más mejor que un poco menos, por si algún día pudiera necesitar
echar mano de las reservas, a falta de otra cosa. Que la mujer lleve a
los niños al colegio en el 4×4, a pesar de que conduce mejor que tú y
nunca hace lo que tu piensas, para que si se choca con alguien, como
te pasa a ti, o se salta un semáforo, como haces tú tantas veces, el
otro se lleve la peor parte.
Un viejo maestro decía que la vida es como una bañera con los grifos
abiertos y el tapón quitado. Si se cierran los grifos, se vacía; si se
pone el tapón, se desborda; y si se cierran los grifos y se pone el
tapón, se estanca. La obesidad mental es la del que pone el tapón y no
cierra los grifos, pero lo que acapara le desborda por todas partes y
como ve que lo pierde, agranda el tamaño de la bañera hasta que se
vuelve a desbordar y así hasta que se hace monstruosa y ahoga a quien
se mete en ella.
Para evitar la obesidad no queda más remedio que dar y recibir, al
menos en la misma cantidad y esos niños gordos, hijos de padres
gordos, son el prototipo de la gente a la que sólo le han enseñado a
ir a su bola y los demás que se zurzan. Esa cultura crea un mundo de
monstruos obesos paralizados por su obsesión de acaparar.
(publicado en Padres y Colegios)
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Oct 10