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Estampas de Tenochtitlán: Avenida Constituyentes

La avenida Constituyentes, en la Ciudad de México, es una arteria ahumada por la que circulan miles de coches, camiones y trailers. El bombeo es constante. Un vehículo tras otro. Sin parar. Cruzar la calle es un suicidio. Algunos se juegan el pellejo colándose habilidosamente entre las rendijas que dejan los vehículos entre sí. Un lance con la muerte.

Me cuentan que los perros son más prudentes que los hombres y no se arriesgan a la embestida demoledora de un coche, y por eso se los ve muchas veces cruzando la avenida por los puentes peatonales elevados. Quizás su instinto sea más juicioso que nuestra inteligencia.

Espermatozoides en el concesionario

(Foto de JeffK)

Hoy llevé el coche al mecánico. Los frenos hacían un ruido raro desde hace días. Me quedé en una salita del concesionario esperando a que arreglaran el problema.

Había gente leyendo revistas, madres persiguiendo niños, una abuela tecleando en un portátil… De ruido de fondo, un programa de televisión sobre salud. El presentador debía estar hablando de algún tema delicado porque varios en la sala le prestaban atención. De repente se hizo el silencio. Y entonces, la frase que llegué a escuchar:

«No vamos a dejar de lavar los platos porque se reduzca el número de espermatozoides».

Después de la carcajada general se hizo el silencio y cada uno volvió a lo suyo: unos a leer revistas, otros a perseguir niños y una abuela a teclear en su portátil. Yo quedé sobrecogido con una frase tan platónica.

La planta automotriz del futuro

Esta es la planta automotriz del futuro. Limpia, ecológica y más verde.

(Puedes hacer click en la foto para verla con detalle)

Un consuelo para los que no sabemos aparcar

Recuerdo cómo me temblaban las piernas y me goteaba el sudor el día en que me examiné del carnet de conducir. Me llevaron a un callejón estrecho y sombrío en los aledaños (hay que usar mucho esta palabra, como recomendaba Peter) de mi colegio y me hicieron aparcar en paralelo. Agarrado al volante como si fuera el último resto de un naufragio, apreté los dientes y conseguí insertarlo milimétricamente entre los dos coches sin abollar ninguno de ellos. Resollé y giré la vista hacia Guillermo, mi profesor de la autoescuela. Estaba royendo un lapicero, con el rictus tenso y la yugular palpitante. Nunca volví a aparcar en un lugar tan estrecho.

(Vía The Tech Blog)

PD: A veces imagino lo que hubiera podido haber pasado aquel día si no hubiera aparcado bien.