El pantalón que no me cabía
(Foto de Thomas Hawk)
Hace unas semanas me invitaron como ponente a un Congreso en un pueblo de alta montaña. La noche anterior me puse a hacer la maleta, como siempre, con prisas. Irrumpí en el armario y arranqué una camisa y un pantalón de sus perchas respectivas. Eché todo en la maleta de mano como si fuera una pira, lo embutí como un chorizo y finalmente logré cerrarla. Las cremalleras estaban al borde de su capacidad.
Finalmente logré salir del casa. Hacía mucho frío. El coche no quería arrancar. Lo tuve que convencer a base de empellones y llaverazos. Emprendimos camino. El pueblo estaba realmente perdido. Nadie sabía dónde estaba, ni siquiera los mapas. «¿Quién pudo perder un pueblo?», cogité.
Llegué de milagro, siguiendo la estrella polar. Lo de pueblo era una exageración. Más bien lo clasificaría como un villorrio de mala muerte, con ocho casas, una tienda de ultramarinos, un motelucho y la iglesia. Pregunté a un lugareño dónde era el famoso Congreso. Me dijo que en la tienda de ultramarinos. Me extrañó sobremanera, pero estaba muy sobre la hora para cambiar de opinión. Me registré en el motelucho y subí a mi habitación. Saqué la invitación para el Congreso. Era un sobre color marfil con letras doradas, todo muy elegante. No encajaba con la aldea en la que estaba. Pero los datos eran los correctos.
Mi conferencia era en cinco horas, así que decidí vestirme de una vez para estar listo. Saqué el pantalón, me lo probé y no me cabía. Era una talla pequeña, de cuando una vez se me ocurrió hacer una dieta. Menudo problema. Tenía que adelgazar en cinco horas si no quería aparecer en mi conferencia con la parte de abajo del chándal que llevaba puesto. Lo primero que se me ocurrió fue salir a hacer un poco de footing. Después de media hora estaba exhausto. Volví al hotel, me duché y me probé el pantalón. Seguía sin caberme. Decidí tomármelo a la ligera, para ver si así lograba perder unos gramos que permitieran enfundarme el dichoso pantalón. Entró algo mejor pero sin llegar a abrochar. Me asomé por la ventana. Estaba desesperado. Reparé entonces en la iglesia y se me ocurrió una idea.
Fui a ver al cura. Estaba rezando la liturgia de las horas.
– Oiga padre, quería pedirle un favor. ¿Podría confesarme?
– Claro que sí, encantado. Vamos al confesionario.
Después de media hora, salí renovado, ligero… ligero… Me había quitado un peso de la conciencia. ¿Sería suficiente para ponerme el pantalón? Salí corriendo, crucé la plaza y subí a trompicones las escaleras del motelucho. Me probé el pantalón. Entró perfectamente. A medida. Me miré en el espejo, sonreí y me fui a dar mi conferencia.
Creo que, mas bien, el pantalón se ha asustado del pueblo donde te habías metido y no ha dado la talla.
Se me encoge el corazón cuando leo estas cosas; la próxima vez pon un programa suave.
Siempre es bueno eliminar las toxinas, tanto las del cuerpo como las del alma.
bettyboop
Qué bueno. Estás como una cabra. Como una cabra con pantalones.
Y ahora no cabrás en ti de gozo, claro.
Pues sí, ahora que releo el post, fresco después de dormir, estoy de acuerdo con Ander. ¿Cábra pasado? Por cierto. Pantalón: hogaza artesanal con forma de pie.
Recuerdo esas básculas en el museo de la Ciencia no, en el de Historia Natural de Nueva York…
muy divertido