Archivos por etiqueta: relato

El perro que se me olvidó contar

(foto de Matt Wright)

Siempre que mi amigo coreano Gung me invita a comer, cuento meticulosamente los perros que deambulan por su casa. Tiene que haber cuatro: 진히, 미듬, 소망 y 빼빼로. Lo hago como rutina desde que me enteré que los coreanos son aficionados a la carne de can, también conocida como «canne». Por eso, después de saludar a Gung y a su esposa, lo primero que hago es este ejercicio de cálculo. Ya he desarrollado cierto afecto por los chuchos, que me saludan efusivamente meneando la cola cada vez que me ven.

La semana pasada, llegué con tanta hambre a casa de Gung que casi se me olvida saludarles a él y a su esposa. «Dejaré a los perros para después», pensé yo, mientras me sentaba ansioso a la mesa.

La cena estuvo deliciosa y la conversación muy amena. Charlamos de todo lo que nos gusta hablar cuando nos juntamos los tres: de fútbol, de antigüedades chinas y de paraguas de colección. Pasadas las tres horas, decidí que ya era hora de marcharse. Me despedí del matrimonio y también quise decir adiós a los perritos.

– Adiós 진히, adiós 미듬, adiós 소망… ¿dónde está 빼빼로?

El pájaro negro

(Imagen de Xiaofeng17)

Paseaba un domingo por el bulevar. El sol reverberaba en las hojas de los álamos, y algunos rayos se filtraban entre las ramas, haciendo un efecto óptico similar al de un proyector de cine antiguo. El trinar de los pájaros permeaba de armonía toda la escena. Así de ensimismado iba, cuando un excremento de pájaro, caído en perfecta línea vertical sobre sus gafas, rompió la armonía del momento. Iracundo, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a limpiar la lente. Levantó la vista, y a pocos metros, otro señor, bien trajeado, acababa de recibir un impacto similar sobre el hombro de su chaqué. No pudo reprimir la carcajada, una risotada estentórea que encontraba consuelo inmediato en el mal ajeno. Sintió entonces el revoloteo de otro pájaro, éste negro y preso dentro de su cuerpo, que certeramente depositaba otro excremento en el centro de su conciencia.

Vino sin vivir en mí

Wine Glass

Quiso probar el vino antes de morir. Así que en el lecho de muerte le llevaron una copa. Bebió a sorbitos. Se quedó inmóvil por unos segundos, paladeándolo. Le dieron tantas ganas de vivir para seguir bebiendo que nunca murió.

El pantalón que no me cabía

moon.jpg

(Foto de Thomas Hawk)

Hace unas semanas me invitaron como ponente a un Congreso en un pueblo de alta montaña. La noche anterior me puse a hacer la maleta, como siempre, con prisas. Irrumpí en el armario y arranqué una camisa y un pantalón de sus perchas respectivas. Eché todo en la maleta de mano como si fuera una pira, lo embutí como un chorizo y finalmente logré cerrarla. Las cremalleras estaban al borde de su capacidad.

Finalmente logré salir del casa. Hacía mucho frío. El coche no quería arrancar. Lo tuve que convencer a base de empellones y llaverazos. Emprendimos camino. El pueblo estaba realmente perdido. Nadie sabía dónde estaba, ni siquiera los mapas. «¿Quién pudo perder un pueblo?», cogité.

Llegué de milagro, siguiendo la estrella polar. Lo de pueblo era una exageración. Más bien lo clasificaría como un villorrio de mala muerte, con ocho casas, una tienda de ultramarinos, un motelucho y la iglesia. Pregunté a un lugareño dónde era el famoso Congreso. Me dijo que en la tienda de ultramarinos. Me extrañó sobremanera, pero estaba muy sobre la hora para cambiar de opinión. Me registré en el motelucho y subí a mi habitación. Saqué la invitación para el Congreso. Era un sobre color marfil con letras doradas, todo muy elegante. No encajaba con la aldea en la que estaba. Pero los datos eran los correctos.

Mi conferencia era en cinco horas, así que decidí vestirme de una vez para estar listo. Saqué el pantalón, me lo probé y no me cabía. Era una talla pequeña, de cuando una vez se me ocurrió hacer una dieta. Menudo problema. Tenía que adelgazar en cinco horas si no quería aparecer en mi conferencia con la parte de abajo del chándal que llevaba puesto. Lo primero que se me ocurrió fue salir a hacer un poco de footing. Después de media hora estaba exhausto. Volví al hotel, me duché y me probé el pantalón. Seguía sin caberme. Decidí tomármelo a la ligera, para ver si así lograba perder unos gramos que permitieran enfundarme el dichoso pantalón. Entró algo mejor pero sin llegar a abrochar. Me asomé por la ventana. Estaba desesperado. Reparé entonces en la iglesia y se me ocurrió una idea.

Fui a ver al cura. Estaba rezando la liturgia de las horas.

– Oiga padre, quería pedirle un favor. ¿Podría confesarme?

– Claro que sí, encantado. Vamos al confesionario.

Después de media hora, salí renovado, ligero… ligero… Me había quitado un peso de la conciencia. ¿Sería suficiente para ponerme el pantalón? Salí corriendo, crucé la plaza y subí a trompicones las escaleras del motelucho. Me probé el pantalón. Entró perfectamente. A medida. Me miré en el espejo, sonreí y me fui a dar mi conferencia.