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Por qué escribo lo que escribo

(Foto de Churl)

Nunca nadie me preguntó sobre mi técnica de escritura. Supongo que será porque a nadie le importa. Pero como eso es de lo que voy a escribir ahora, el que lea esto va a conocer la respuesta aunque jamás se hubiera planteado la pregunta. En realidad, cuando empiezo a escribir nunca sé de qué voy a hablar. Simplemente comienzo a presionar teclas, como estoy haciendo ahora, sin saber a ciencia cierta qué voy a decir. Es algo muy incómodo porque voy sumando caracteres, llenando espacio y me voy dando cuenta de que no sé cómo terminar. Entonces me sudan las manos, como ahora mismo, y me pongo muy nervioso, y empiezo a mirar a mi alrededor a ver si encuentro algo que me inspire y me permita seguir adelante. Caramba, mira qué cuadro tan bonito tengo en mi pared. Nunca había reparado en esos tonos verdes y esas pinceladas tan regordidas. Pero luego me doy cuenta de que no es más que una digresión y que no encaja con lo que pensaba contar al principio, y entonces busco una escapatoria: el absurdo. Sí, recurro al absurdo porque así nadie me puede recriminar mi incapacidad para escribir cosas coherentes y pensadas. Lo confieso, no sirvo para escribir lo que debería escribir. Por eso escribo otras cosas distintas que a nadie le interesan, para que nadie las lea y así no descubran mi incompetencia, y además las publico en Internet, donde se publican millones de cosas más, para que así pasen aún más desapercibidas. Como decía antes, nunca sé cómo terminar, y por eso, en un ejercicio aleatorio echo a suertes dónde colocar el punto final. Por ejemplo, aquí.

El pantalón que no me cabía

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(Foto de Thomas Hawk)

Hace unas semanas me invitaron como ponente a un Congreso en un pueblo de alta montaña. La noche anterior me puse a hacer la maleta, como siempre, con prisas. Irrumpí en el armario y arranqué una camisa y un pantalón de sus perchas respectivas. Eché todo en la maleta de mano como si fuera una pira, lo embutí como un chorizo y finalmente logré cerrarla. Las cremalleras estaban al borde de su capacidad.

Finalmente logré salir del casa. Hacía mucho frío. El coche no quería arrancar. Lo tuve que convencer a base de empellones y llaverazos. Emprendimos camino. El pueblo estaba realmente perdido. Nadie sabía dónde estaba, ni siquiera los mapas. «¿Quién pudo perder un pueblo?», cogité.

Llegué de milagro, siguiendo la estrella polar. Lo de pueblo era una exageración. Más bien lo clasificaría como un villorrio de mala muerte, con ocho casas, una tienda de ultramarinos, un motelucho y la iglesia. Pregunté a un lugareño dónde era el famoso Congreso. Me dijo que en la tienda de ultramarinos. Me extrañó sobremanera, pero estaba muy sobre la hora para cambiar de opinión. Me registré en el motelucho y subí a mi habitación. Saqué la invitación para el Congreso. Era un sobre color marfil con letras doradas, todo muy elegante. No encajaba con la aldea en la que estaba. Pero los datos eran los correctos.

Mi conferencia era en cinco horas, así que decidí vestirme de una vez para estar listo. Saqué el pantalón, me lo probé y no me cabía. Era una talla pequeña, de cuando una vez se me ocurrió hacer una dieta. Menudo problema. Tenía que adelgazar en cinco horas si no quería aparecer en mi conferencia con la parte de abajo del chándal que llevaba puesto. Lo primero que se me ocurrió fue salir a hacer un poco de footing. Después de media hora estaba exhausto. Volví al hotel, me duché y me probé el pantalón. Seguía sin caberme. Decidí tomármelo a la ligera, para ver si así lograba perder unos gramos que permitieran enfundarme el dichoso pantalón. Entró algo mejor pero sin llegar a abrochar. Me asomé por la ventana. Estaba desesperado. Reparé entonces en la iglesia y se me ocurrió una idea.

Fui a ver al cura. Estaba rezando la liturgia de las horas.

– Oiga padre, quería pedirle un favor. ¿Podría confesarme?

– Claro que sí, encantado. Vamos al confesionario.

Después de media hora, salí renovado, ligero… ligero… Me había quitado un peso de la conciencia. ¿Sería suficiente para ponerme el pantalón? Salí corriendo, crucé la plaza y subí a trompicones las escaleras del motelucho. Me probé el pantalón. Entró perfectamente. A medida. Me miré en el espejo, sonreí y me fui a dar mi conferencia.