Vivimos para contarlo, pero no contamos con que hay que vivirlo
Nos ha tocado vivir una época en la que estamos más pendientes de hacer «check-in» en FourSquare que en observar el lugar al que llegamos; nos preocupa más sacar una foto y subirla a Facebook o Instagram que disfrutar el instante que estamos captando; estamos más pendientes de tuitear lo que alguien dice que de escuchar atentamente lo que quiere comunicar; nos afanamos más en agregar amigos y contactos a Facebook y Linkedin que en profundizar nuestros lazos con las personas que tenemos más cerca y con las que convivimos diariamente.
Aunque no soy tan extremista como Sherry Turkle, sí comparto sus inquietudes, y creo que hay que tenerlas en cuenta en este mundo digital 2.5, casi 3.0 (Tengo en mi lista de lectura inmediata su «Alone Together«. Ya llegaré).
El caso es que nos enredamos tanto con los demás, que no tenemos tiempo de desenredar nuestra propia vida. Atrapados en el frenesí de la conectividad y las redes sociales, cada vez nos queda menos tiempo para desarrollar nuestras propias ideas. Esto acarrea un grave peligro: el de subcontratar el pensamiento a quienes sí dedican esos tiempos necesarios a pensar, a reflexionar en lo que se hace, a encontrarle un sentido a las cosas. Como nosotros no encontramos ese tiempo (o no lo buscamos siquiera), terminamos heredando y haciendo nuestras las ideas de otros, que se nos inyectan en vena vía enlaces. Los más inteligentes en este ecosistema son los que siguen viviendo pegados a la realidad, sin dejarse arrastrar en exceso por el mundo virtual, aprovechándolo como una herramienta más pero sin dejar que la vida se pase en un estado intrascendente de virtualidad desmedida.
Si el medio es el mensaje, como decía McLuhan, corremos el riesgo de empobrecer esos mensajes con medios que cada vez se hacen más fugaces y menos reflexivos, en los que el tiempo entre pensar y actuar se reduce drásticamente. Me imagino a los mesopotámicos y su escritura cuneiforme, tan laboriosa y lenta que seguramente fomentaba la madurez de pensamiento. Antes de llenar una tablilla de arcilla a base de incisiones, el escritor tendría muy claro lo que iba a escribir. Hoy, con Twitter por ejemplo, la diferencia entre pensar y publicar se ha acortado tanto que prácticamente se convierte en un mismo acto.
Otro fenómeno propio de nuestra época es la atrofia de nuestra memoria. Nuestro recuerdos ya se almacenan en nuestro cerebro sino en discos duros. Nuestras vivencias están plasmadas en fotos digitales, casi sin pasar por nuestras retinas; en los tweets que escribimos, que con la misma rapidez con la que los escribimos se quedan en el olvido; en nuestras actualizaciones en Facebook; en nuestros check-ins en FourSquare. Recuerdo las historias que mi abuelo me contaba de pequeño sobre la guerra civil española, y la atención con las escuchaba. Quizás en un futuro, los abuelos nos entreguen un pen drive con todas sus fotos, posts y tweets, y nos tocará a nosotros elaborar la narración, sin ese contexto necesario para entender las cosas.
Aún quedamos algunos de los de antes, Allendegui, guapo.
Titajú, y a gente como a vosotros, es a los que hay que cuidar.
Interesante esto de «subcontratar el pensamiento a quienes sí dedican esos tiempos necesarios
a pensar, a reflexionar en lo que se hace, a encontrarle un sentido a
las cosas». De hecho ya hay quien sabe sacarle partido.
Isabel, hoy día subcontratamos tantas cosas… ojalá fuera solo el pensamiento. Bienvenida.