Un consuelo para los que no sabemos aparcar
Recuerdo cómo me temblaban las piernas y me goteaba el sudor el día en que me examiné del carnet de conducir. Me llevaron a un callejón estrecho y sombrío en los aledaños (hay que usar mucho esta palabra, como recomendaba Peter) de mi colegio y me hicieron aparcar en paralelo. Agarrado al volante como si fuera el último resto de un naufragio, apreté los dientes y conseguí insertarlo milimétricamente entre los dos coches sin abollar ninguno de ellos. Resollé y giré la vista hacia Guillermo, mi profesor de la autoescuela. Estaba royendo un lapicero, con el rictus tenso y la yugular palpitante. Nunca volví a aparcar en un lugar tan estrecho.
(Vía The Tech Blog)
PD: A veces imagino lo que hubiera podido haber pasado aquel día si no hubiera aparcado bien.