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Etapas quemadas

Foto de Jamelah
Foto de Jamelah

Ultimamente veo a mucha gente a mi alrededor quemando etapas. Y muchas veces no sé qué decirles. Me quedo sin palabras. Quemar etapas… ¿Pero a qué me suena eso? Ah, sí, ya recuerdo. Así se despidió mi maestro Pedro de Miguel de la dirección de la revista Nuestro Tiempo, en la que trabajamos juntos dos años. Su última columna me ayuda mucho en esta etapa… de quemar etapas:

EI dicho -«quemar etapas»- se las trae. Suena a destrucción, a resolver en cenizas el pasado. Sugiere que, para avanzar, es preciso pegarle fuego al rastro que dejamos, para que nada impida la progresión.

En Nuestro Tiempo también se acaba -se quema- una etapa. A lo largo de este año que comienza, la revista sufrirá transformaciones: nuevo diseño, nuevo formato, nuevo director al frente. También se enriquecerán los contenidos, dando entrada a temas apenas tratados hasta ahora. El resultado final será espectacular, y si no al tiempo. Por eso, en este caso, es bueno chamuscar un poco las etapas precedentes: que cojan la textura de la fotografía vieja, del papel de periódico que amarillea con el paso del tiempo.

Cuando uno se va de un sitio. vienen a la cabeza cantidad de consejitos para quienes te sustituyen. Uno se cree que la experiencia le ha hecho más sabio, y necesita como sea transmitírsela a los demás por activa o por pasiva. La experiencia suele resumirse en un conjunto de afirmaciones incuestionables que solo la ha podido tallar con sus golpes de fortuna o de desventura. Afirmaciones del tipo: «Y sobre todo no te dejes convencer por el de márketing», o esa otra: “Desengáñate, el trabajo en equipo necesita siempre que tú trabajes más que el equipo». Son postulados casi siempre falsos, fruto de la maleántica que uno adquiere con los años, y fruto también de la pereza. ¡La pereza! Ese es el verdadero enemigo. Si se piensa bien, “quemar etapas” significa en el fondo quemar perezas. Por eso hay que mover el banco de vez en cuando: para barrer al lánguido que ya no puede innovar porque se ha conformado con las rutinas -eficaces, pero ancianas- del trajn diario.

Así que nada de consejos. Nada de formulas cheposas, tan cargantes ellas. Nada tampoco de deseos de suerte y esas cosas. La etapa está quemada. La nueva ya asoma la patita y promete ser estupenda.

No sé si a alguno de los que están quemando etapas en este momento les sirva el texto. A mí sí.

Tras los pasos de Mrozek

Salí a la calle decidido a comprar todos los libros de Sławomir Mrożek que pudiera encontrar. Pero primero tenía que encontrar la librería. Enfilé la calle Miguel Hidalgo y Costilla y empecé a caminar por una acera interminable y carcomida, esquivando todo un repertorio de boquetes, surcos y socavones. Una mujer salía de un coche. La abordé.

– ¿Dónde está Ghandi?

– Ufff, muerto y en la India.

– No, señora, me refiero a la librería, la librería Gandhi.

– Ahh, la librería. Pues está diez o doce cuadras hacia allá. ¿Sabes lo que son cuadras, no?

– Sí, donde están los caballos.

– Muy bien.

– Muchas gracias.

– Que Dios te bendiga.

Seguí caminando, arrastrando los pies abúlicamente bajo el ardiente sol regiomontano. A ambos lados de la calle se sucedían carteles que anunciaban consultas médicas: Traumatología, Reumatología, Dermatología, Resonancias Magnéticas, Oftalmología… Fue un paseo quirúrgico e intravenoso. Finalmente llegué al cruce de Venustiano Carranza y avisté la librería. Subí las escaleras hasta el piso de arriba y me abalancé sobre la estantería de Literatura Universal. Recorrí con los dedos cada una de las repisas hasta hacer contacto visual con Mrozek, el autor que más ha influido en mi vida sin haber leído ninguno de sus escritos, una influencia subrepticia, infusa, confusa y profusa.

– Hola Mrozek, dicen que escribo como tú.

– Sí, escribes como yo, me respondió Mrozek oculto tras «La Mosca» (La mosca, a su vez, estaba oculta tras la oreja).

– ¿Me recomiendas alguno de tus libros?

– Pues no hombre, cómprate mejor «Cronopios y famas» de Cortázar, o una botella de «Mirinda«.

Entonces escuché la voz de Peter, susurrándome desde la contraportada de «La Mosca»:

– Llévate todos, no seas tonto.

Cogí atolondradamente los cuatro Mrozeks que había: «La Mosca«, «Dos cartas«, «El árbol» y «Huida hacia el sur«. Puse los ejemplares sobre mis antebrazos, arqueados en forma de cuchara, y los llevé hasta la caja. Pagué, y huí hacia el norte.