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Laurent Fignon y la resistencia al fracaso

(Fignon, en segundo lugar, subiendo la Croix de Fer, en el Tour de 1989. ¿Adivinas quiénes son los demás?)

Ayer me quedé frío al enterarme de la muerte de Laurent Fignon, a los 50 años, víctima de un cáncer. Pese a que nunca simpaticé con él, la noticia me entristeció y sentí morir con él una parte de la historia de mi afición al ciclismo. Enseguida me acordé de Juan Angel Monreal «Bezu» y de aquellas largas discusiones colegiales en las que él defendía tenazmente a Fignon, del que decía que era «un corredor muy fino». Por eso le pedí que me escribiera algo sobre «El Profesor» para publicarlo en Allendegui, como «columnista invitado». Quizás «Bezu» sea una de las pocas personas que conozco que comprendía al ciclista francés. Ahí va:

«Al Tour se va a ganar, no a hacer amigos«. Lo dijo José Miguel Echávarri al opinar sobre la relación que mantuvieron Alberto Contador y Andy Schleck en el último Tour de Francia. Pero la frase bien podría definir a Laurent Fignon, quien, al retirarse, no dejó demasiado afecto en el pelotón y sí una nómina de triunfos notable y variada, repartida de marzo a octubre y de 1982 a 1993. Once años y una bisagra entre dos tiempos.

Porque el ciclismo de Fignon, como el de Lemond, como el de Roche, como el de Perico Delgado, arranca en Hinault y termina en Induráin. Todos vivieron los calapiés de correas y los automáticos, pasaron de las viseras a los cascos, de las cronos en bicicleta convencional a los manillares de cabra y de triatleta. De los entrenamientos casi artesanales, intuitivos, al preparador y al médico propio. Los cuatro, nacidos apenas con 20 meses de diferencia, llenaron también una época irrepetible, cuando los mejores todavía disputaban casi todas las carreras, daba igual la fecha del calendario. Y cuando sólo Lemond anunciaba el ciclismo de calculadora y esfuerzos controlados que vendría después.

Fignon no fue el mejor ciclista de su época, ni por supuesto el más simpático. No poseía el carisma de Perico, su capacidad de aceleración y desborde, ni la fría inteligencia táctica de Lemond. Tampoco brillaba contra el reloj y en los descensos, como Stephen Roche. Pero pocos mostraron su misma resistencia al fracaso. El parisino impulsaba la bicicleta con orgullo y coraje, casi siempre sentado sobre el sillín, cabeceando detrás de sus gafas redondas. Cabreó a los rivales atacando bajo la lluvia y en los avituallamientos, reclamando recorridos más duros. Escupió a las cámaras de televisión, fue arrogante y deslenguado. Reconoció haberse dopado.

En 1984 venció arrollando, casi con desprecio. Los rivales apenas podían observar su melena rubia alejarse en La Plagne, en Alpe D’Huez, en Crans Montana. Ganó aquel Tour con diez minutos de ventaja sobre Hinault, pero nunca recuperó el mismo nivel. Llegaron las lesiones y Fignon tuvo que conformarse con triunfos efímeros y resurrecciones fallidas. Hasta que, en 1988, decidió inscribirse en el Tour del Porvenir, donde, casi en silencio y rodeado de jóvenes promesas, venció y recuperó antiguas sensaciones. Firmó un 1989 memorable: ganó la Milán San Remo en marzo, el Giro en junio, perdió el Tour por ocho segundos en julio y arrasó en el Gran Premio de las Naciones, una crono monstruosa de más de 90 kilómetros que se disputaba en septiembre. Tras aquel año agotador, se diluyó.

Quedan sus victorias, el orgullo de quien nunca pedía un relevo ni regalaba un triunfo. Mucho antes de que –gracias Sastre por poner palabras a lo que muchos pensábamos– el ciclismo se pareciera a «una patraña de niñatos«.