Catita llevaba varios días hablando del dentista. Hoy me tocó llevarla. Esta mañana fue que ella misma quien me recordó la cita con un alto grado de excitación, algo que me dejó estupefacto.
Mis recuerdos de infancia del dentista son borrosos cuando menos; terroríficos si fisgo un poco más en la memoria. ¿Por qué Catita estaba tan contenta de ir al dentista? Elucubraba yo sobre esto en el camino hacia la consulta, a la que, por cierto, era la primera vez que iba. En el último cruce antes de llegar, Catita gritó:
– Papi, ahí está. Es ese edificio de ventanas verdes. Vamos. ¿Sabes cómo llegar?
Yo seguía sin entender tanta emoción.
Aparcamos el coche, entramos en el edificio y avanzamos por el laberinto de pasillos hasta llegar a la consulta. Después de registrarla, esperamos un rato, hasta que la llamaron y se la llevaron. Media hora después se asomó la dentista para avisarme.
– Ya hemos terminado. Puede venir.
Cuando entré en la sala, Catita estaba todavía tumbada en la silla, mirando fijamente hacia el techo. Me sorprendió su docilidad. Entonces levanté la mirada hacia el techo y entendí por qué Catita iba tan contenta al dentista.