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¡Qué bien se está multando a la gente!

El otro día estuvimos desayunando en el centro de Marietta. Cuento este dato, irrelevante por otra parte, porque a mi padre le gusta la palabra Marietta. Marietta, Marietta. A mí también me gusta.

El caso es que al llegar a la plaza y aparcar el coche, reparé en una señal curiosa: 2 horas máximo. Busqué el parquímetro, pero no encontré ninguno. Tampoco había cámaras de vídeo que vigilaran el cumplimiento de las dos horas. ¿Quién contaba el tiempo entonces? ¿Había algún Gran Hermano escondido? ¿O simplemente era una señal intimidatoria para los analfabetos?

Finalmente un local me explicó que había unos vigilantes rondando el lugar con unos dispositivos portátiles. Recorrían la plaza tomando nota de las matrículas y, al cabo de dos horas, volvían para verificar si esos mismos vehículos seguían estacionados y así cascarles la multa. Me pareció un método muy artesanal, pero eficaz a la vez.

Justo antes de irme, divisé a uno de estos policías que, en ese preciso momento, colocaba una multa con singular alegría. Me acerqué y lo saludé afectuosamente.

How’ya doing? (¿Cómo está?)

La respuesta, muy evidente.

Fine (multa).

Un consuelo para los que no sabemos aparcar

Recuerdo cómo me temblaban las piernas y me goteaba el sudor el día en que me examiné del carnet de conducir. Me llevaron a un callejón estrecho y sombrío en los aledaños (hay que usar mucho esta palabra, como recomendaba Peter) de mi colegio y me hicieron aparcar en paralelo. Agarrado al volante como si fuera el último resto de un naufragio, apreté los dientes y conseguí insertarlo milimétricamente entre los dos coches sin abollar ninguno de ellos. Resollé y giré la vista hacia Guillermo, mi profesor de la autoescuela. Estaba royendo un lapicero, con el rictus tenso y la yugular palpitante. Nunca volví a aparcar en un lugar tan estrecho.

(Vía The Tech Blog)

PD: A veces imagino lo que hubiera podido haber pasado aquel día si no hubiera aparcado bien.