Historias de cepillos
No sé qué es lo que habréis pensado al leer el título, pero esto no va de higiene bucal, ni de cabellos ni de carpintería, sino de limosnas. Siempre me ha llamado la atención cómo reacciona la gente al paso del sacristán con la cesta de la colecta y mi conclusión es que nos da vergüenza no dar. Hay un rubor casi innnato que aflora cuando uno hurga en el bolsillo y toca piedra. El jadeo empieza cuando el sacristán pisa el pasillo de la iglesia y empieza a avanzar inexorablemente hacia nuestro banco. Las manos nos empiezan a sudar y buscan nerviosamente la hoja de cantos, o perdemos la vista escrutando la imagen del santo en la que nunca habíamos reparado, o se nos ocurre perfeccionar el nudo de los zapatos que ya estaba bien hecho… todo para no tener que cruzar la mirada con el sacristán. Si uno tiene suerte, la limosna toca durante un canto y se disimula mejor, pero si no, percibimos perfectamente cómo se nos clavan una a una las miradas de los vecinos de banco cuan saetas envenenadas. «La próxima vez que no se me olvide», piensa uno después del mal trago.
Recuerdo las misas en O Bolo, el pueblo de Ourense donde pasé muchos veranos. Allí, la feligresía rivalizaba por demostrar su generosidad, y cuanto más estridentemente mejor. Como el cepillo estaba a la entrada de la iglesia, a espaldas de los parroquianos, los donantes más dadivosos tenían que arrojar el dinero con furia para que retumbasen con fuerza las monedas y el estruendo fuera suficiente para que todos se dieran la vuelta. Las monedas se clavaban en el mimbre como las esquirlas de una granada. Por eso, cuanta más calderilla mejor. Y el ruido iba in crescendo, porque el último que entraba quería superar al anterior en generosidad atronadora.
Pero los «yanquis» tienen soluciones para todo, incluso para el feligrés en fuera de juego. Hace dos semanas, sentado en un banco de una iglesia, reparé en la tarjeta que ilustra este post. En ella, simplemente dice: «Yo doy electrónicamente». Así que uno simplemente la deposita en el cepillo y se queda tan campante. La cibergenerosidad acabó con el embarazoso trauma del cepillo.
Y si da electrónicamente, ¿para qué tiene que dejar una nota en el cepillo? Ya puestos, sería más eficaz que llevara un cartelito colgando del cuello para que todos lo leyeran.
Los tacaños también dan electrónicamente: sólo unos o ceros.
Ander, el cartelito es más antiestético. Es más elegante la tarjetita. El problema es que no hace ruido cuando cae sobre el cepillo.
Eso, eso, la tacañería digital. Tacaño, qué palabra tan onomatopéyica.
¿Por qué la eñe tendrá esas connotaciones negativas? Tacaño, roñica, huraño, ñoño…
Recuerdo las limosnas en El Bollo. Aquella metralla filantrópica de los feligreses me hacía sentir como un ñu.
Gazmoño!
Por cierto Ander, para ir a O Bolo se pasa por Pancorbo. ¿Cuándo quedamos?
Sí pero peor es cuando se acerca tu vecino (Ignacio, por ejemplo) con la bolsa…y se acerca y te mira y se acerca cada vez más y ves que viene directamente hacia ti y tienes que decirle «no » con la cabeza…muy duro.
Eso es más duro todavía. Por eso hay que dar electrónicamente.