El regate que siempre nos sobra
Son muchas las ocasiones en la vida en las que nos sobra un regate. Me refiero a ese comentario extra que hacemos y enseguida lamentamos; ese último retoque que arruina una obra en la que trabajamos durante horas; esa vuelta de rosca adicional que rompe la tuerca; la pedalada de más antes de tiempo que arruina una victoria al sprint…
Hoy vino Evan a arreglarme una cañería que reventó durante el invierno. La tubería que conectaba con el grifo de la manguera, por eso resistimos tanto sin repararla.
Evan es un jamaiquino de pocas palabras, alto, robusto, con barba desprolija que crece asimétricamente y sin control, de piel color ébano y ojos huidizos, incapaces de posarse sobre un objetivo más de tres segundos. Nada más llegar se puso manos a la obra. Diagnosticó el problema, sacó sus herramientas y perforó la pared hasta dar con el pvc agrietado. Todo esto en el más absoluto silencio, ante mi mirada atenta, escrutadora, como queriendo aprender algo que espero no tener que hacer nunca.
Terminó su trabajo y abrió por fin la boca: «No abras el grifo hasta mañana, ¡eh! No lo abras!», me dijo. «Pasado mañana me voy a Jamaica, así que, pruébalo mañana y si hay alguna gotera me avisas antes del jueves», añadió.
«Gracias, así lo haré», le contesté. Y entonces, llegó ese regate que sobra, ese comentario que podría haberme ahorrado, el retoque que embadurna el cuadro, la pedalada a destiempo que frustra la victoria del sprinter…
«¡Me alegro mucho de que puedas ir a Jamaica, pásalo muy bien!», le dije con una amplia sonrisa, tratando de confraternizar, mientras desplazaba cansinamente su cuerpo hacia una camioneta blanca con las herramientas en su regazo. Su respuesta me hundió.
«Voy a enterrar a mi hermano»…
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