Capítulo 4
Estaba harto de este tremendo bucle sin fin en que se había convertido su vida. Por fin se sintió preparado para ello. Llevaba puesta una camisa que ella había insistido en comprarle el día que le derramó café mientras discutían. Su sueño parecía una película carcomida con partecitas mudas que intentaban disimular la tensión, entonces la vio de espaldas, como en un déja vu la tomó por el hombro, la giró. Se miraron. No quiso saludarla, sólo quería comenzar a hablar. Pero las palabras no salían de su boca. Buscó en su corazón y las encontró enrdadas, y en su cabeza no encontró las adecuadas.
Decidió entonces improvisar. Que lo que dijese fuese elección del azar, le pareció lo más sincero. Sin embargo, cuando sus palabras comenzaban a brotar de su boca, cuando comenzaba a decir «te amo» un ruido apareció en la penumbra que era su habitación y así, como en muchos sueños pasados, se dio cuenta que aquello no era real.
Entendió entonces que no era necesario hablar. Lo mejor era callar, volver a la realidad. Lo de Susana era un capítulo ya cerrado. Sonrió con lástima ¿en qué momento el mañana se convierte en ayer? Pensó que, como siempre, con ella tampoco hubo un presente. Pensó que le gustaría que el suyo fuera sólo un problema de conjugación de tiempos verbales y no de conjugación de tiempos vitales. Pero parecía que estaba genéticamente programado para que no fuera de otra forma.
Al cabo de unas horas volvió a la realidad. Despertó tranquilo, sabiendo que había cerrado una pesada puerta en su vida. Su día, que apenas comenzaba aunque el reloj marcara las 13, tenía un objetivo claro: Su primer día en su nuevo trabajo. Y llegaba tarde.
¿Qué impresión iba a dar? La vergüenza le hizo ocultarse bajo las mantas: ¿Y si no iba al trabajo? Una ducha despejó sus dudas. Encorbatado, salió de casa. Y en el ascensor recordó a Eliot: Tiempo presente y tiempo pasado se hallan quizá presentes en el tiempo futuro. Lo que pudo haber sido y lo que fue apuntan a un solo fin, que está siempre presente.
Lo que no esperaba es que ese día, ese día tan diferente y tan común, sería, al fin, el último de su vida.
Otra vez en la calle, deambulando. De no ser por la corbata y el traje que llevaba puesto, todo parecería la misma caricatura de todos los días. Sonó su teléfono móvil. Era su nuevo jefe.
– ¿Piensas venir a trabajar?
No era posible, ¡se había dormido y llegaba tarde!
– Anda que menuda forma de empezar el primer día. ¡Taxi!
Ya dentro, el taxista introdujo el nombre de la calle en su navegador.
-Oiga, esta dirección no pertenece a esta ciudad.
– ¿Cómo que no pertenece a esta ciudad? Yo mismo fui ayer a la entrevista de trabajo, y me lo dieron, y…
–Bueno, yo no sé usted, pero este lugar no queda en la ciduad -le dijo ya molesto el taxista -pero… si gusta lo llevo a su destino.
– Creo que le he dado mal la dirección, ahora sí.
Llegó a la oficina, pero se detuvo en le entrada pensando que hubiese pagado lo que fuera a ese taxista si lo llevaba realmente a su destino, y no solo a su trabajo. Pensó dejar el trabajo y correr tras su destino… si supiera cuál era. Pero, ¿realmente no lo sabía o sólo se resistía a él?
Se resistía a él, lo sabía. Pero no era capaz de admitirlo frente a nadie y menos ante él mismo. Había dejado muchas cosas atrás. Por un momento le tentó ir a la dirección errónea que le había dado al taxista. Quizás el destino le tenía algo preparado. Nunca había sabido cuál debía ser su rumbo en la vida. Quizás no era un error casual sino un guiño del destino que le estaba sirviendo en bandeja su futuro vital.
-No me ve voy a bajar… lléveme a la primera dirección.
– ¿Está seguro? – le preguntó el taxista.
Y ahí estaba de nuevo la vida haciéndole ese tipo de preguntas que detestaba. ¿Seguro? No, no estaba seguro. Pero decidió huir hacia adelante.
– Sí, estoy seguro, lléveme, por favor.
– Si así gusta, pero le saldrá más caro -le dijo el taxista.
El solo asintió, aunque la duda lo carcomía. Las paradojas del destino nunca terminaban. Se sonrió al pensar que quizás lo que le saldría caro no sería el pasaje sino el periplo en el que se había embarcado. Tres horas más tarde, el absurdo viaje en taxi le pareció premonitorio.
Armado con un abrecartas, escondido en un despacho que muy pronto sería registrado, supo que no tenía escapatoria.
– Sin escapatoria!, gritó desesperado, sudoroso.
Se había quedado dormido en el taxi y era el principio de un sueño.
– Tranquilícese señor, estaba teniendo en una pesadilla. Sigue en mi taxi. Ya nos quedan pocos kilómetros, le dijo el taxista.
Un sueño, solo eso era. A veces le asombraba cómo los sueños se podían fundir con la realidad. Pero de lo que estaba seguro es que ahora iría tras un sueño, uno que se convertiría en realidad. Esa dirección lo iba a llevar a un lugar importante.
–Hemos llegado, amigo -la voz del taxista le trajo de vuelta-.
-¿Un embarcadero? -miró atónito por la ventanilla.
–Así es. El 17 debe ser aquel viejo barco de allí -hizo un ademán con la cabeza. Le pagó y bajó.
Las maderas del muelle crujían bajo sus pies, y sólo se escuchaba el ruido de la brisa y el bamboleo de los barcos meciéndose sobre las olas. Había un fuerte olor a salitre. Una gaviota en vuelo rasante estuvo a punto de golpearle. La pudo esquivar con un acto reflejo que estuvo a punto de desequilibrarle y tirarle al mar.
– No sé qué estoy haciendo aquí, se dijo contrariado, mientras avanzaba hacia el barco con el número 17.
Había una pasarela colocada entre el embarcadero y el viejo barco. No había vuelta atrás. Siguió caminando.
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