El relatweet

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Capítulo 1

Se despertó sobresaltado, sudoroso entre un hojaldre de sábanas. Extendió la mano, y a tientas encontró el frasco con su pastilla. Al sentir en su mano el suave tacto de la cápsula, volvió a recordar los hechos que le habían llevado allí. Un barco demasiado viejo, una mujer demasiado joven y la promesa de un trabajo que nunca llegaría.

Soy un imbécil -pensó- ¿cómo pude creer que eso iba a ser posible, cómo no me di cuenta? Soy un imbécil; Susana tenía razón.

Revivió su conversación con ella tras aquella llamada telefónica.

-Deberías pensarlo más detenidamente-le dijo-.

La luz difusa del cabezal iluminaba su mano sosteniendo la pastilla. Temblaba un poco. Alguien había traído flores. El consejo de ella fue sólo una frase, él ya estaba decidido. La llamada le servía para escuchar esa voz, esa voz tan de ella. Y, efectivamente, se pasó la mañana y la tarde pensando detenidamente. Hasta que se durmió de nuevo.

Qué sería del mundo sin las pastillas y sus efectos secundarios, pensó. ¿Qué está pasando?, se preguntaba. ¿Alguna vez he experimentado algo parecido a esto? ¿Era real lo que estaba viendo?

Ya no sabía si las preguntas nacían en el mundo real o si todo era parte del sueño agónico -pero nunca mortal- de las drogas. El miedo, anestesiado por momentos, pareció emerger en el estómago, pensó en que se podría volver atrás pero era tarde.

Llegaba la hora de levantarse, acababa de pensar en una nueva composición y quería testarla en su sintetizador. Encendió su blackberry y en Twitter anunció que comenzaba una nueva obra que pondría fin a una sequía creativa de varias semanas.

– ¿Alguien responderá? -se preguntó lleno de temores-. ¿Alguien responderá o habrá solo silencio, solo muerte, en la pantalla?

Twitter daba de alguna manera rango de oficialidad pública a su estado, creando un compromiso con sus followers, lo necesitaba. Casi setecientos seguidores serían la envidia de esas adolescentes que pueblan la red, ¿pero para el plan?, ¿serían suficientes?

De pronto, comprendió horrorizado que había vuelto a caer en la monomanía que le había llevado hasta las pastillas y la soledad. No sabía a quién recurrir…Tal vez había llegado el momento de enfrentarse a aquel e-mail amenazante que había recibido dos días atrás. Iba a responder ese e-mail cuando de pronto llamaron a la puerta. Era un hombre alto, con gabardina, barba y unas gafas de pasta. Un escalofrío recorrió su espalda. No responder al llamado insistente de la puerta no estaba entre las opciones posibles. Hacía mucho que no sentía miedo. Vio por la cámara de vigilancia, el hombre permanecía acechante, tras la puerta.

Pensó en no abrir, la presencia tras la puerta era real, pero no quería, no podía, el mundo real asustaba. Tembloroso, abrió la puerta. ¿De verdad pensabas que no iba a volver? – dijo con voz pausada.

Fabián! -dijo entre liberado y sorprendido-. ¿Cómo has llegado hasta acá? ¿Quién te dijo…?

Es fácil seguirte la pista. Al final siempre acabas diciendo dónde dormirás cuando acabas muy borracho.

-¿Estabas en la reunión? No puede ser, si hace años que no sé nada de ti…

Está bien, siéntate. Pero no te hagas ilusiones: sigo dudando y no se me va el maldito dolor de cabeza. ¿Llamaste al jefe?

-¿Cómo? ¿tú sabes quién es mi jefe? ¿tienes algo que ver con la oferta?-.

Fabián sabía mucho más de lo que pensé, de lo que esperé.

Quiero que te tranquilices. Traigo algo para ti.

Aquel «traigo algo para ti» fue como un calmante. Se tranquilizó y se acordó de que estaba esperando algo. ¿Pero qué? Entonces, con el correo de la mañana llegó aquel sobre que había estado esperando toda su vida. Se lo arrebató a Fabián de las manos y lo abrió tan rápido que estuvo a punto de rasgar el contenido del sobre. Pronto reconoció la caligrafía de su madre, aquellos trazos con los que había aprendido a leer. Iba leyendo de forma tranquila mientras una sonrisa que sugería felicidad y miedo a la vez torcía levemente su rostro. Tragó saliva varias veces. Carraspeó porque el efecto de las pastillas le había dejado seco, aunque la imaginación andaba agitada.

«Hijo mío, me cuesta mucho creer lo que me han dicho sobre ti y espero de corazón que sea falso».

Cerró los ojos. Sentía la humedad y el frío en sus manos, pero el calor ahogaba su pecho. Respiró profundamente y siguió leyendo. Las palabras de su madre dolían más que la enfermedad que le iba machacando poco a poco.

«En el pueblo nadie sabe a qué te dedicas. Algunos aseguran que saliste en televisión vestido de Astroboy en un centro comercial».

– ¡Bobadas! la gente no sabe de lo que habla, ni mi madre es consciente de lo que escribe.

Intentó dejar de leer pero sabía que Ana estaba llegando. «Esta vez no habrá segunda oportunidad». Debía volver. Estaba claro. Era una herida abierta que había que cerrar. El día que tanto esperaba había llegado. Hizo la maleta más pequeña que encontró en la casa y la apoyó cuidadosamente sobre la cómoda del dormitorio antes de acostarse. Intentaba dormir, pero lo que hasta hace poco era su mayor deseo, ahora lo veía como un agujero negro. Estaba asustado. Y nunca antes había mirado así al otro lado de la Luna. Sonó una sirena. Se acercó a la cómoda y se encendió el último pitillo.

El chasquido del mechero le hizo recordar que Fabián todavía estaba en el umbral de la puerta. Respiró profundamente, le miró y dijo: «Está bien, volveré a casa» Y según lo decía, ya se había arrepentido, pero ya estaba dicho, y no sabía cómo hacerle entender que en realidad ambos deberían arrepentirse por ello. Forcejearon con la mirada, ambos sabían que la palabra clave no había salido todavía. Una palabra que había permanecido en silencio por demasiados años. Tomó sus gafas de sol para acabar con la brega y suspiró.

Pero de repente, como volviendo de otra vida, se dio cuenta de que estaba divagando. El sol caía vertical por la claraboya. No había ningún Fabián en la puerta, ni tampoco una carta de su madre y tampoco había encendido un cigarrillo. Eran las pastillas. Y una vez más, solo, como tantos otros días, se recostó sobre su almohada de pluma y se quedó dormido.

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