Las lecciones de Historia de Astérix
Uno de mis pasatiempos preferidos de los veranos en El Bollo era leer de cabo a rabo la colección de Astérix del tío Verio. Me arrellanaba en los desvencijados sofás de la sala de telégrafos y devoraba ávidamente las páginas hasta dejar solo los huesos. Me aislaba del mundo y se congelaba el tiempo. Leyendo esas historietas, mezcla de realidad y ficción, aprendí muchas cosas, como por ejemplo que el primer caso de dopaje en el Tour de Francia fue el positivo por poción mágica de Astérix en la Vuelta a la Galia (Obélix tenía un método de dopaje más sofisticado, con el viejo truco de tirarse en una marmita llena de poción, indetectable para los controles de entonces). Con esas lecturas le puse rostro a muchos personajes históricos de los que sólo conocía el nombre, como Julio César o Giscard d’Estaing. También aprendí los nombres romanos de muchas ciudades, como Lutecia, Londinum, Mediolanum o Lugdunum. Aunque he de reconocer que había pasajes en los que la frontera entre realidad y ficción se me desdibujaba.
Terminado uno de aquellos veranos, llegó el duro regreso a las aulas, y con ello, el olor a forro que tanto odia J. Las aventuras de Astérix seguían frescas en mi memoria en los primeros días de clase. En una de esas primeras clases, nos explicaban el Imperio Romano en la asignatura de Historia. Mientras escuchaba la lección, sólo pensaba: Estos romanos están locos. Al profesor le gustaba hacer preguntas tipo trivial mientras recorría los pasillos entre los pupitres para mantener nuestro interés. Recuerdo que se detuvo en seco y lanzó la siguiente pregunta:
– ¿Quién fue el último jefe de los galos?
Yo, que había memorizado fotográficamente todos los volúmenes de Asterix, recordé una viñeta de «Astérix el Galo» (la de la foto) en la que aparecía un tal Vercingetórix tirándole sus armas a Julio César. Pero en aquel momento no sabía si el tal Vercingetórix era un personaje real o era otro personaje de ficción. Con ese nombre, más bien parecía lo último. Vacilé unos segundos. En clase, nadie levantaba la mano. Nadie tenía ni idea. Era la oportunidad de cubrirse de gloria o de descender al más profundo de los ridículos. ¿Y si Vercingetórix no era más que otro nombre inventado como el de Asurancetúrix o Panoramix? El panorama no estaba muy claro, pero finalmente me decidí. Levanté la mano.
– A ver, tú, ¿quién fue entonces el último jefe galo?, repitió el profesor.
– Vercingetórix, dije quedamente.
– ¿Qué? No te oye ni el cuello de tu camisa.
– VERCINGETÓRIX, grité destempladamente, mientras ocultaba la cabeza bajo el jersey de punto.
– Efectivamente.
Respiré aliviado. Con el cuello ahora enhiesto, alcé la mirada y observé los rostros asombrados de mis compañeros, que me clavaban los ojos como pílums (¿o sería pila?). Desde entonces, antes de acostarme, repito 10 veces: Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix, Vercingetórix.