Nacimos en las orillas de ríos antiguos cuyas aguas dudaron miles de años sobre el camino a seguir.

Cazábamos, durante la siesta, pequeños animales que chillaban entre los árboles, ante la indiferencia del ganado con la mente disuelta en prados de color azul.

Vimos cómo estallaban las tormentas de verano, por las noches, y el tañido de campanas que se abrían paso en el aire a través de rayos, truenos y oraciones.

Cruzamos extensos plantíos que callaron mientras pasábamos, y detrás de cada árbol había duendes y fantasmas.

Nos olían las manos a fruta y el pelo a trigo. Nuestra piel era la misma piel de los caballos, con la sangre tan densa como el plomo.

Vimos músicos incansables, con traje plateado, elevarse por encima del baile, de las casetas, de las cantinas, de los árboles, de los tejados, de los campos, de las carreteras y atravesar la dormida cúpula de la noche como ángeles con zapatos negros.

Nos venció el sueño cuando el Apolo XI se posaba en la boca abierta de nuestros abuelos, que se llenaba de luna en blanco y negro, mientras fuera de la casa aullaban los perros.

Y después, cicatriz de ferrocarriles por el cuero de los montes. Frío de pantalón corto y bicicletas que madrugaban por encima de la nieve. Cifras, dictados y botellas de leche. Colegios que olían a masilla de sujetar cristales.

Sangre remansada en kioscos de cacahuetes rancios y tebeos en alquiler, flotando en el ritmo de flippers y rocolas de cristal. En la partitura de la guerra no había jinetes bajo la tormenta.

Encontramos borrachos a gatas por la hierba alta de solares viejos entre casas nuevas, y las piedras que les tirábamos llevaban escrito su nombre.

Vimos crecer iglesias modernas en los barrios del sur, para obreros que aún no habían aprendido a sacudirse el polvo del cornezuelo del centeno.

Nos pusimos pantalón largo para sujetar las erecciones con las manos en los bolsillos, y quisimos arrancar a mordiscos los culos de todas las mujeres desconocidas.

Sudábamos. Olíamos como las bestias. Nos corríamos por las esquinas, en los cuartos de baño, en la cama, en el suelo, en la mismísima garganta de los sueños.

Éramos una herida abierta. Un deseo de arrancarnos la ropa, de quemar los muebles. El mundo no terminaba de cicatrizar a nuestro alrededor, queríamos vomitar lo que no sabíamos decir y nos obligaban a guardar silencio al paso de los muertos.

Descendíamos colinas abajo en busca de las estaciones, al abrigo de los trenes de mercancías. Las alambradas de los mapas del tiempo nos atenazaban el corazón y las antenas parabólicas rebotaban cañonazos de angustia hacia el espacio exterior, donde se disipaba en llamaradas de fuego frío.

Perdidos por las orillas de un río donde encontrábamos tesoros entre la basura, éramos peces de colores nadando en una botella de agua turbia. No había, para nosotros, noticias en los periódicos y en países lejanos, que conocíamos por mapas de nuestra invención, vivían niños que imaginaban máquinas capaces de pensar.

Arrastramos los pies por canchas, columpios y atracciones de feria, bañados en el sudor del aceite, comiendo patatas fritas, hasta que nuestras caras desaparecían flotando en una polvareda de música lejana y ropa sucia.

Corrimos por autopistas de luz hacia el futuro, abriendo todas las cajas de Pandora que pudimos encontrar, con la cabeza bañada en la estela de los cometas y los pies hundidos en la tierra de los cementerios.

Rompimos botellas vacías contra el arcén de las autopistas y con el sabor de la mierda de camello latiendo entre los ojos, reímos hasta la asfixia, destilando en las tripas, alcohol barato y sueños imposibles.

Continuamente arrojábamos sobre el mundo miradas de urinario roto, de puta vengativa, de hurto menor, de patada en los cojones, de escozor en la punta de la polla, de perro suelto, de mierda humana y de que me la chupe esta o la otra pero sobre todo tu hermana.

La distancia entre lo que sabíamos y lo que ignorábamos, nos convirtió en miopes y el suelo se diluía en preguntas, minuto a minuto, bajo nuestros pies.

Y cada cual siguió su camino, como un perderse en la lejanía de torres de alta tensión. No nos quedó ningún refugio, salvo el pasado, al que nadie quiso volver por no verse obligado a comparar la cara de las fotos con la cara de los espejos.

Pero yo no olvido vuestra sangre y la mía desbordada por los montes en busca de ríos y mares que nuestro corazón, lleno de barcos, hizo navegables.

Qué aliento de velas hinchadas no albergaba nuestro pecho.

Qué pesadillas no éramos capaces de conjurar.

Qué balas no podíamos parar con los dientes.

Qué muerte nos esperaba

qué vida.

Donde estáis ahora, pequeños animales de mirada perdida.

En qué basurero arde la crin de vuestros caballos.

Qué muerte que no fuera,

la del suicida.

 

2 Responses to Suicidas

  1. Leandro dice:

    Toño, no pares. Me recuerda, versión bizarra (¿quizá en próximas entregas?), a Cormac McCarthy

  2. qué poemazo. estas cosas me ponen en mi sitio. qué bien. un beso.