En cualquier país civilizado, el lema de campaña utilizado por Isabel Díaz Ayuso sería razón suficiente para llevarla a juicio por apropiación indebida. Por las redes sociales circulaba una mejor versión explicativa en forma de cartel electoral donde, junto a la foto de una sonriente Ayuso, podía leerse: “Libertad para mí. Una mierda para ti”.

Si ayer se maquillaba con una mezcla de Rimmel y lágrimas de cocodrilo, hoy deja escapar sin pudor ese gesto trufado de enajenación, desprecio y resentimiento tan propio de los acomplejados que, incapaces de superar intelectualmente a sus adversarios políticos, han terminado por transmutar sus carencias en señas de identidad y banderín de enganche para otros tantos acomplejados como ellos.

Por algo rechazaba los debates. Por algo hablaba de dar la batalla cultural quien precisamente la tiene perdida: la heredera directa de Esperanza Aguirre, toda una exministra de cultura con el gobierno de Aznar que, al parecer, sabía tanto sobre la misteriosa Sara Mago como de José Saramago. Ese tipo de personas que todo lo que ven de un Goya son los millones que vale y la ocasión de evadir impuestos.

Mucho se ha dicho sobre Ayuso y mucho más se podría decir porque ha hecho méritos de sobra para ser considerada el enemigo público número uno. Desde la nefasta gestión sanitaria de la pandemia (y las cifras cantan), hasta el episodio eugenésico de las residencias de ancianos, que el periodista Manuel Rico explica aquí con su habitual mezcla de precisión y contundencia:

https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2021/04/23/las_residencias_jamas_hubo_una_mayor_razon_para_votar_119599_1023.html

ha ido desgranando una enciclopedia del despropósito verbal y el insulto a la inteligencia donde no ha faltado ni la vejación de los integrantes de las colas del hambre, ni el desprecio a los barrios desafectos a los que llamó: “Estercoleros culturales”, ni la adjudicación de partidas presupuestarias a dedo a familiares y amigos sin el más mínimo pudor; mientras mantenía como rehenes de su agenda política particular a todos los madrileños.

Pero cuanto más se habla sobre ella, más popular se vuelve, lo que hace pensar que, tanto a sus votantes como a los que se inclinan por la abstención y el consentimiento, les ha embargado algún tipo de fascinación morbosa por el suicidio colectivo. Como un deseo adolescente de venganza autolesiva contra un mundo (el de los profesionales de la política) que no les ha traído más que frustraciones.

Los votantes de PP en Madrid me recuerdan a los miembros de una de esas sectas destructivas que un mal día, bajo el influjo doctrinal de alguna insensata Blancanieves de la política, deciden preparar un puchero de manzanas envenenadas para alcanzar, todos juntos a través de la muerte, el perfecto paraíso del neoliberalismo. El edén capitalista definitivo y terminal en el que no haya que preocuparse por las personas porque ya estarán todas tomando cañas en el más allá en pleno ejercicio de su libertad.

Detrás de Ayuso puedo ver a ese Rasputín nacional-mesetario, que es Miguel Ángel Rodríguez, removiendo un güisqui de Valdepeñas mientras le susurra al oído las más estupefacientes consignas: “No subestimes la capacidad de la gente para desconectar el cerebro, nena. La única posibilidad que tenemos de mantener el control es que no lo conecten nunca. En cuanto a ti, en ese sentido partimos con ventaja”.

En gran parte, la identificación de la presidenta con su electorado radica en el desparpajo desafiante con que rubrica la ausencia de cualquier complejidad intelectual. Además, según la lógica de todo verdadero creyente, nunca se sabe dónde acecha el diablo. Una noche te acuestas preguntándote por las razones profundas de todas las lacras sociales y por la mañana te levantas comunista en una pavorosa mutación bolchevique de Gregorio Samsa. Y luego te tienes que pasar el día en la oficina poniendo cara de neoliberal para que no se te transparenten la hoz y el martillo bajo la muselina.

¡Quita, quita! ¡Vade retro! Antes de votar, a misa de doce y después el vermú.

 

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