En cualquier país civilizado, el lema de campaña utilizado por Isabel Díaz Ayuso sería razón suficiente para llevarla a juicio por apropiación indebida. Por las redes sociales circulaba una mejor versión explicativa en forma de cartel electoral donde, junto a la foto de una sonriente Ayuso, podía leerse: “Libertad para mí. Una mierda para ti”.

Si ayer se maquillaba con una mezcla de Rimmel y lágrimas de cocodrilo, hoy deja escapar sin pudor ese gesto trufado de enajenación, desprecio y resentimiento tan propio de los acomplejados que, incapaces de superar intelectualmente a sus adversarios políticos, han terminado por transmutar sus carencias en señas de identidad y banderín de enganche para otros tantos acomplejados como ellos.

Por algo rechazaba los debates. Por algo hablaba de dar la batalla cultural quien precisamente la tiene perdida: la heredera directa de Esperanza Aguirre, toda una exministra de cultura con el gobierno de Aznar que, al parecer, sabía tanto sobre la misteriosa Sara Mago como de José Saramago. Ese tipo de personas que todo lo que ven de un Goya son los millones que vale y la ocasión de evadir impuestos.

Mucho se ha dicho sobre Ayuso y mucho más se podría decir porque ha hecho méritos de sobra para ser considerada el enemigo público número uno. Desde la nefasta gestión sanitaria de la pandemia (y las cifras cantan), hasta el episodio eugenésico de las residencias de ancianos, que el periodista Manuel Rico explica aquí con su habitual mezcla de precisión y contundencia:

https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2021/04/23/las_residencias_jamas_hubo_una_mayor_razon_para_votar_119599_1023.html

ha ido desgranando una enciclopedia del despropósito verbal y el insulto a la inteligencia donde no ha faltado ni la vejación de los integrantes de las colas del hambre, ni el desprecio a los barrios desafectos a los que llamó: “Estercoleros culturales”, ni la adjudicación de partidas presupuestarias a dedo a familiares y amigos sin el más mínimo pudor; mientras mantenía como rehenes de su agenda política particular a todos los madrileños.

Pero cuanto más se habla sobre ella, más popular se vuelve, lo que hace pensar que, tanto a sus votantes como a los que se inclinan por la abstención y el consentimiento, les ha embargado algún tipo de fascinación morbosa por el suicidio colectivo. Como un deseo adolescente de venganza autolesiva contra un mundo (el de los profesionales de la política) que no les ha traído más que frustraciones.

Los votantes de PP en Madrid me recuerdan a los miembros de una de esas sectas destructivas que un mal día, bajo el influjo doctrinal de alguna insensata Blancanieves de la política, deciden preparar un puchero de manzanas envenenadas para alcanzar, todos juntos a través de la muerte, el perfecto paraíso del neoliberalismo. El edén capitalista definitivo y terminal en el que no haya que preocuparse por las personas porque ya estarán todas tomando cañas en el más allá en pleno ejercicio de su libertad.

Detrás de Ayuso puedo ver a ese Rasputín nacional-mesetario, que es Miguel Ángel Rodríguez, removiendo un güisqui de Valdepeñas mientras le susurra al oído las más estupefacientes consignas: “No subestimes la capacidad de la gente para desconectar el cerebro, nena. La única posibilidad que tenemos de mantener el control es que no lo conecten nunca. En cuanto a ti, en ese sentido partimos con ventaja”.

En gran parte, la identificación de la presidenta con su electorado radica en el desparpajo desafiante con que rubrica la ausencia de cualquier complejidad intelectual. Además, según la lógica de todo verdadero creyente, nunca se sabe dónde acecha el diablo. Una noche te acuestas preguntándote por las razones profundas de todas las lacras sociales y por la mañana te levantas comunista en una pavorosa mutación bolchevique de Gregorio Samsa. Y luego te tienes que pasar el día en la oficina poniendo cara de neoliberal para que no se te transparenten la hoz y el martillo bajo la muselina.

¡Quita, quita! ¡Vade retro! Antes de votar, a misa de doce y después el vermú.

 

No hay mayor ironía para la ultracatólica derecha española que el hecho de que su némesis política haya resultado ser la viva imagen de Jesucristo azotando a los mercaderes del templo. Tan parecido es, que no han faltado a su alrededor los fariseos de la corrupción buscando con lupa la inexistente herejía en sus palabras, en sus gestos y hasta en la tarjeta del teléfono móvil con el fin de entregarlo al verdugo. No será fácil encontrar el caso de un personaje al que tanta gente le haya estado buscando el Calvario desde que saltó a la política que, por no faltarle, no le ha faltado ni un judas con gafas dándole el beso de la muerte en el momento más inoportuno.

La ofensiva generalizada del lawfare contra Pablo Iglesias ha sido de tal intensidad que era de temer el día en que algún juez, de los que ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio, descubriera que, en el lejano pasado de la infancia, Pablo le robó la merienda a otro niño en el patio del colegio y eso podría haber sido suficiente para enviarlo a Soto del Real e inhabilitar el partido por financiación ilegal.

Iglesias convocaba a la famélica legión para tomar el palacio de invierno de La Puerta del Sol al grito de: “Que hable la mayoría”. Un grito de lo más revolucionario, sin duda, en un país donde la normalidad democrática pasa por blanquear a la ultraderecha, olvidar la historia reciente y mirar para otro lado cuando asoman los billetes de quinientos euros por la bragueta abierta del rey emérito. Una expresión disruptiva y antisistema en cualquier país que no sea una verdadera democracia.

Pero las masas nunca han sido muy partidarias de tomar los cielos por asalto mientras tengan a mano el menú más barato de Telepizza. Estaba claro que de nada iba a servirle a Pablo Iglesias fruncir el ceño y matarse con la razón. Entre leerse El capital de Karl Marx para entender por qué llevamos tanto tiempo comiendo mierda y engullir una pizza cuatro estaciones, la mayor parte del pueblo lo tiene claro. El pesebre antes que la biblioteca. “El que construye sobre el pueblo, construye sobre el barro” se decía en la tercera parte de la saga de El Padrino en frase atribuida presuntamente al democristiano Julio Andreotti.

La izquierda tiene la batalla perdida porque suele apelar a la mejor parte de la naturaleza humana. En cambio, la derecha siempre ha sabido valerse de la peor.

Lo cierto es que ese mismo pueblo al que Iglesias le estaba pidiendo el voto es el que ha consentido que llegue a ocupar la presidencia de la CAM, la community manager de la mascota de Esperanza Aguirre; que no sabrá mucho de nada, pero no desconoce el valor de una pizza gratis y lo agradecido que está el perrito cuando le llenas el bol de los triskis, sobre todo cuando ha tenido que guardar cola para poder comer.

Habló la mayoría y no para cambiar el gobierno, sino para pedir otra ronda en una de esas terracitas de Madrid donde hay que hacer cola para coger mesa y asistir al último acto de La Pasión. Ese momento en que Pablo Iglesias dimite de todos sus cargos poco antes de pasar a publicidad.

 

Elige centro”, el lema de campaña bajo el que se presentaba Edmundo Bal, sugiere un carácter pasajero y ocasional de toda actividad política por parte de la ciudadanía, como si la forma de participar en la elección de nuestros gobernantes debiera limitarse a elegir una papeleta cada cuatro años por el método de “Pito, pito, gorgorito”. Como si lo normal fuera llegar ciegos ante las urnas para “elegir”, en el último momento, el pescado que mejor color tiene.

En cuando a la segunda palabra, no puedo dejar de pensar que es precisamente el sustantivo lo más insustancial de la expresión. En sentido estricto, el centro no tiene otra entidad que la geográfica. Es un lugar que se ubica por equidistancia con los extremos pero que, por lógica, ha de carecer de identidad propia en contraste con ambos a la vez.

En definitiva, obviar la identidad no es más que una forma de rehuir el compromiso político con la excusa de centrarse en los aspectos meramente técnicos de la gestión; como si la gestión se pudiera ejercer asépticamente, conforme a un modelo ideal-platónico al margen de las realidades sociales y las tensiones políticas o, lo que es peor, como si el modelo neoliberal de mercado no fuera más que la conveniente superstición de las élites económicas para mantener un determinado status quo y estuviera perfectamente libre de ideologías y al margen de cuantas catástrofes sociales ha ido provocando por todo el mundo, aplicado como tratamiento de choque desde la América de Reagan hasta el Reino Unido de Thatcher pasando por el Chile de Pinochet.

Ciudadanos es el Partido Popular sin corbata y el neoliberalismo es el fascismo sin pistolas, mientras todo lo que necesiten de la ultraderecha sea la labor del perro que vigila la propiedad. Quizá por ello, a la hora de fraguar pactos, les ha resultado mucho más natural descentrarse hacia la derecha.

Además de la jubilación anticipada, eso es lo que lleva Edmundo Bal en las alforjas de la Harley Davidson, ese lapsus freudiano con ruedas que representa el sueño del jinete libre y salvaje cabalgando hacia la puesta de sol, que estaría muy bien si no se diera la desagradable circunstancia de que la mayoría de la gente se está viendo obligada a vender la moto para comprar gasolina y no es libre ni siquiera para elegir cómo y con quién prostituirse.

Mi hijo, que aún no está en edad de votar, me soltó en cierta ocasión, viendo una entrevista a Carlos Carrizosa: “Si le miras a los ojos, ves que tiene los sueños muertos”.

Eso es Ciudadanos, el partido de los sueños muertos, de la Harley domesticada, de la apropiación de las ideas, del sometimiento de las palabras, del apaciguamiento del fascismo, de la renuncia a la utopía.

Si es cierto que Ciudadanos es aquel partido político “de laboratorio” que propugnaba Josep Oliu, presidente del Banco de Sabadell, cuando dijo aquello de: “Necesitamos un Podemos de derechas”, su lema permanente debería ser: “No se puede”. Y, efectivamente, no se ha podido.

 

Hay autores y obras literarias de las que todo español ha oído hablar por lejanos que estén sus días escolares o escaso haya sido su interés por las letras, y quiero pensar que este es el primer indicio de patria común a pesar de tanta pluralidad de realidades locales, movimientos centrífugos y otras ínsulas particulares del sentimiento nacionalista que, paradógicamente, no han hecho más que mantener unido en el conflicto este pedazo tan concreto de geografía entre África y los Pirineos. El Quijote de Cervantes, La Canción del Pirata de Espronceda, las Rimas y Leyendas de Bécquer, incluso la lírica del burrito aquel, tan tierno, de Juan Ramón Jiménez son algunos ejemplos. En el caso de Galdós, no faltarán audaces que citen Los Episodios Nacionales, pero la obra de la que la mayoría conoce realmente algo más que el título es, sin duda, Fortunata y Jacinta. No sólo porque el público ha visto ya dos adaptaciones de la obra a la pantalla, sino porque contiene uno de los dramas más reveladores sobre nuestra idiosincrasia cultural y los impulsos y motivaciones que, salvando las distancias cronológicas, han permanecido en el carácter de los españoles a lo largo de las épocas como claves para comprender el eterno retorno de un país que parece no tener arreglo.

Galdós bucea en ese magma psicosocial y, en ocasiones, narra de forma simultánea los avatares de ese otro barullo teatral que es la política, en busca de la identidad nacional; eso que con tanto ardor patriótico defiende hoy algún que otro botarate sobreactuado sin saber muy bien lo que es y sin perder ocasión de demostrar lo poco que le importa cuando trata de imponer una definición parcial e interesada, trazando fronteras y levantando muros para dejar fuera a la mayor parte de nosotros. Y aún es posible esa “Mala gente que camina” con tan poco respeto por la historia como miedo al ridículo, empeñada en volver por los derroteros de una delirante fantasía medieval de flechas y pelayos con ilustraciones de la Enciclopedia Álvarez.

En las Novelas de Galdós, España se nos revela antes y mejor en las reacciones de sus personajes que por el ajedrez de los hechos históricos que menciona, en todo caso, traídos con discreción a la escena de lo cotidiano y resueltos por el autor con breves pinceladas impresionistas que no constituyen si no un soporte cronológico para la acción de la historia con minúsculas en primer plano: el pequeño drama a pie de calle ejecutado por personajes de ayer que, en todo momento, nos están diciendo quiénes somos hoy.

Galdós pinta aquí, como telón de fondo, uno de los periodos más convulsos de la historia reciente: Un lapso de ocho años en el que tiene lugar el triunfo de una revolución que acaba con el reinado de Isabel II. Muere asesinado un primer ministro (Prim). Se promulga una nueva constitución. Es coronado Amadeo I de Saboya, que tarda poco en darse cuenta de dónde se ha metido. Comienza la tercera guerra carlista. Se proclama la I República con la que acabará (cómo no) el golpe de estado del General Pavía para imponer, tras el pronunciamiento de Martínez Campos, la restauración borbónica en la figura de Alfonso XII. En este breve tramo del siglo XIX está codificada buena parte de la deriva política posterior del país y, desde luego, asistimos a una sucesión de acontecimientos que lleva camino de volverse una costumbre: partimos de una República como expresión máxima de la libertad conquistada por el pueblo, para llegar a la restauración borbónica a través de un golpe de Estado militar cuyo protagonista puede dar paso a la monarquía de forma inmediata o quedarse cuarenta años usurpando el poder, según le convenga.

No es extraño que los protagonistas del exilio republicano ( Max Aub en México, Rafael Alberti y María Teresa León en Argentina) defendieran la obra de Benito Pérez Galdós como el autor que mostraba la existencia de un tejido sociocultural identitario propio de todos los españoles que no necesitaba fundamentarse en el mapa político de un imperio donde no se ponía el sol ni en la represión sistemática de toda posición política contraria a los intereses de la oligarquía. Y no menos por el evidente afán crítico del novelista sobre la realidad de una época que asistía a la desposesión de gran parte de la población de bienes y medios de subsistencia y la consecuente aparición de las clases proletarias atestando los barrios más deprimidos de las ciudades. Un momento larvario de la conflictividad social presente en la primera mitad del siglo XX que requería, con urgencia, los cambios estructurales que más tarde emprendería la II República. Una adaptación a los tiempos que poco tenía que ver con la nostálgica aspiración a recuperar el imperio perdido que impuso la dictadura nacional-católica tras la guerra civil como uno de los ejes de la reconstrucción espiritual del país.

Galdós nos habla lejanamente de las élites y los poderosos con ese recurrente sentido de orfandad que ha impregnado la vida de los españoles respecto a sus mandatarios desde que tenemos memoria y, para ello, pese a lo mucho que se apoya en la clase media como eje del constructo social y el sostenimiento económico del país, no duda en adoptar un punto de vista dickensiano en defensa de los más desfavorecidos que le conduce, en múltiples ocasiones, a la crítica más descarnada. Una denuncia propia de la novela de tesis decimonónica que lleva a cabo como el cronista que nos descubre la fatalidad inherente en la conducta de los personajes limitándose a exponer la verdad desnuda de los hechos. Sorprende la frialdad con que narra, por ejemplo, como y por qué Jacinta decide “deshacerse” del “Pitusín”. Galdós condensa en unas pocas líneas el momento demoledor en que Jacinta y, sobre todo el resto de la familia, deciden devolver al orfanato aquél niño por el que habían pagado y que no les había salido del todo bueno. Las travesuras, los tacos que suelta de vez en cuando la criatura y su mala conducta en general, vendrían a constituir la prueba más evidente de su falsa identidad, motivo de más para deshacerse de él sin pagar un peaje emocional demasiado alto. Cuentan, además, con un miembro de la familia, Doña Guillermina, quien proveerá la necesaria coartada moral, tan conveniente para lavar la mala conciencia de una clase dispuesta siempre a dar por caridad lo que niega por derecho. Tan es así, que sólo Jacinta parece acusar cierta desazón, más por su maternidad frustrada y la mala conciencia que por verdadera empatía hacia el niño, de la misma forma que, algunos capítulos atrás, siente la muerte de unos gatitos que oye maullar al fondo de una alcantarilla.

Galdós resulta desolador porque describe la deriva moral de una clase social que no es consciente de su propia vileza y los mecanismos exculpatorios en los que se apoya a la vez que nos despista lanzándonos a censurar las canalladas juveniles de un sólo personaje (Juanito Santa Cruz), usando astutamente ese ardid narrativo tan propio de la literatura de todos los tiempos y que más tarde Hitchcock bautizará con el nombre de MacGuffin.

El delfín de los Santa Cruz juzga las situaciones que él mismo provoca como le ha enseñado el entorno social del que proviene, pero actúa impulsivamente. No es más culpable del daño que causa que la familia a la que pertenece. Mientras aquél actúa sin premeditación y siguiendo el principio del placer, aunque de modo más egoísta que epicúreo, estos lo hacen fríamente, convencidos de obrar con toda rectitud y la justificación propia de quien ocupa el centro del universo moral de la época: la buena familia de clase media.

Fortunata, por su condición de pobre y analfabeta, será víctima de la desigualdad y sujeto pasivo de las aspiraciones, bien planificadas, de una clase social tan acostumbrada a transmutar el desahogo económico en superioridad moral y presentar la dignidad como un artículo de lujo sólo al alcance de unos pocos.

Doña Lupe, ante el empeño de su sobrino Maximiliano, trazará para ella la obligada ruta de purificación de cara al matrimonio pasando por el convento de Las Micaelas, donde habrá de purgar los pecados de su vida pasada. Para ello contará con el concurso de Doña Guillermina, apodada “la santa”, de intachable reputación, caritativa y esforzada luchadora por el bien de los más desfavorecidos. Y, de otro lado Nicolás Rubín, hermano de Maximiliano que, como sacerdote, no necesita más credenciales para ser considerado idóneo como supervisor del asunto. Pero incluso Don Evaristo Feijoo (quizá una prefiguración novelesca del propio autor) quien aparece más tarde generoso y desprendido como un ángel salvador entrado en años, actúa con prevalencia en beneficio propio y se aprovecha de la situación desesperada de Fortunata que ha quedado en la calle defraudada, una vez más, por su amante.

Fortunata pagará muy caro el pecado de actuar de corazón pero, sobre todo, la osadía de enamorarse de quien no debe, un hombre que pertenece a una clase social muy por encima de la suya, y será utilizada de diferentes formas, a veces disfrazadas bajo la piedad y bonhomía de un viejo benefactor.

Contamos con Mauricia “la dura” para conocer el alcance máximo del castigo físico y mental que ejercerá una sociedad implacable con quien se atreve a contravenir sus convenciones. A Mauricia se la considera poco menos que un ser diabólico porque no se adapta a la anémica concepción de la vida burguesa troquelada por la fe católica. Tanto ella como Fortunata son acreedoras de una inevitable reacción represora por ser pobres y carecer de las habilidades sociales necesarias para defenderse más allá de la mera subsistencia, pero no menos por el simple hecho de ser mujeres que se toman la libertad de seguir sus instintos. Conecta aquí, Galdós, con otras heroínas trágicas de la novelística europea del momento como Anna Karenina o Madame Bovary, salvo que nuestras protagonistas locales habrán de añadir los estigmas de una economía precaria al drama resultante de contrariar los códigos morales de la época.

Si Cervantes había cifrado el retrato del carácter español en el Yin-Yang de esas dos figuras opuestas y complementarias que son Don Quijote y Sancho Panza, Galdós ensaya ese mismo juego binario, ya sin idealismos, en las dos figuras femeninas principales y extiende la nómina de personajes hasta poblar la novela como puebla las calles de un mercado, con todo el colorido y la complejidad necesarios para trazar la semblanza de un siglo tan convulso como inabarcable. Ninguno de ellos sale indemne de la ironía de un autor tan dotado para la narración como para el dibujo. Ninguno, que no haya cedido a la enajenación, demostrará tener el coraje necesario como para lanzarse a vivir sin cálculo ni reservas y entregarse a corazón abierto salvo Fortunata.

La Editorial Reino de Cordelia acaba de publicar Fortunata y Jacinta, dos historias de casadas para iniciar este año galdosiano con un redoble de tambor. Se da la circunstancia de que me ha tocado en suerte realizar las ilustraciones para los dos tomos que integran esta lujosa edición y quizá debiera escribir algo sobre ese asunto pero, no encuentro las palabras para hablar de mis propios dibujos. Es decir, las que encuentro me parecen prescindibles. Me gustaría pensar que el hecho de que sobren las palabras es un signo de eficacia como dibujante, pero, al margen de la calidad de la parte gráfica de este o cualquier otro libro, las palabras nunca sobran.

Desde el punto de vista de un ilustrador que encuentra retratos tan fieles y escenarios tan nítidos es todo un compromiso ensayar la misma línea descriptiva que el autor ha seguido en el texto y exponerse a errores, imprecisiones o anacronismos por falta de documentación o atención a los detalles. A los artistas plásticos nos gusta ser libres, calzarnos las alas de Ícaro y volar alto hasta perder de vista el texto. Flaco favor para un autor realista tan preciso como exhaustivo en el tratamiento de escenarios y personajes, que brinda, a lo largo de más de mil páginas, innumerables momentos de gran impacto visual y que además de ser el mejor novelista de España (con la excepción de Cervantes), no era mal dibujante.

Con Galdós uno se enfrenta siempre a un libro en alta definición. Ilustrar un libro cuyas palabras valen por mil imágenes es una insensatez. Uno no sabe si elegir la fotografía de lo inmediato, la captura de las emociones, la definición concreta de lo sugerido… Después de más de cincuenta ilustraciones me queda la sensación de que está todo por hacer.

Sean benévolos, no disparen contra el artista y perdonen las licencias poéticas.

 

Que Lewis Caroll era un pedófilo de libro es algo que él mismo dejó patente en varios escritos a lo largo de su vida, aun con todas las inhibiciones propias de la época victoriana o quizá precisamente como consecuencia de ellas. Sólo aquellos incapaces de asimilar que el autor de una de las obras más influyentes de la literatura infantil pudiera ser a la vez un pedófilo, consideran la necesidad de ponerlo en duda. Más concretamente, queda claro en algunas cartas donde confiesa haber fotografiado niñas desnudas, lo cual distaba mucho de satisfacer una simple afición por la estética prerrafaelita. Lo cierto es que una mano desconocida, consciente de su verdadero alcance, destruyó tantas como pudo en previsión de un escándalo más que probable. La única que ha sobrevivido, descubierta recientemente en un museo francés, muestra el desnudo frontal de Lorina Liddell, hermana mayor de la Alicia que inspiró el libro, con una inscripción que atribuye su autoría a Carroll.

La actitud de Charles L. Dodgson (el verdadero nombre del autor), quien era conocido en Oxford con el cruel apodo de Louise Caroline por su carácter afeminado, sugiere más la personalidad de una monja lesbiana con el cuerpo y el deseo clausurados bajo el hábito que la del depredador sexual que ejerce el poder sobre los más débiles amparándose en el secretismo de la Iglesia. El escenario más verosímil es que el buen reverendo no pasara del onanismo artístico y consiguiera contener la pedofilia en la frontera de la pederastia a través de algún esforzado mecanismo psicológico de sublimación, transformando lo que claramente era una obsesión sexual reprimida en la estupefaciente rareza literaria que conocemos como Alicia en el País de las Maravillas y demás secuelas y añadidos. El hombre tenía tanto que sublimar que le dio para más de un libro.

La primera edición aparece en el año 1865 ilustrada por John Tenniel. En esa época se publican también los últimos títulos de Dickens. Es la Inglaterra imperial que disfruta o sufre las consecuencias de la revolución industrial que se había iniciado a mediados el siglo XVIII, la Inglaterra de las lacras sociales denunciadas en Oliver Twist o en Tiempos Difíciles, la Inglaterra del trabajo esclavo y la sobreexplotación de los niños en minas, fábricas y talleres, la Inglaterra del descubrimiento de la infancia, concepto desconocido hasta el momento.

La sociedad británica, arrollada por la locomotora del progreso, languidecía bajo los rigores de un clima que obligaba a quedarse en casa pasando larguísimas tardes sin otra defensa ante el aburrimiento que el té con pastas y la literatura. Se dejaba sentir, además, la pérdida reciente del contacto con lo mágico en un mundo donde la ciencia ordenaba el espectro de lo posible sin fisuras por donde pudieran colarse los conejos blancos de la fantasía. No es extraña la posterior acogida que los ingleses le brindaron al espiritismo y las doctrinas de madame Blavatsky o que Sir Arthur Conan Doyle creyera en la posibilidad de fotografiar hadas en las márgenes de un arroyo de Cottingley.

Con todo eso a su favor, el principal acierto de Lewis Carroll fue, quizá, haber conectado con «un rasgo profundo y espiritual de los ingleses, su gusto por el sinsentido» tal como señala el filósofo Roger Scruton en England, an Elegy(Inglaterra, una elegía) y su capacidad para cuestionar y someter a la caricatura sus convicciones más profundas manteniendo a la vez el tradicional respeto por «las formas y las dignidades». Pero Carroll, a quién Harold Bloom atribuye poco más que una «originalidad convincente» en comparación con otros parodistas del nonsense como Lear o Swinburne, aporta en A través del Espejo una sorprendente vuelta de tuerca existencialista y muestra una amargura precursora del absurdo kafkiano, más allá de la perplejidad contenida en los juegos lógicos, que trasciende la simple y enloquecida aventura infantil de la primera parte.

La editorial Nórdica, que cuenta entre sus méritos con el de habernos dado a conocer la obra de Tomas Tranströmer mucho antes de que le fuera concedido el Nobel y con una trayectoria envidiable en la edición de libros ilustrados, publica ahora Alicia a través de espejo, la segunda parte de la aventura cuyo título original es: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.

Es más fácil llevarse la mano a la bragueta contemplando las pin-up de Fernando Vicente que hojeando los tuneados cuerpos de papel cuché en las páginas del Playboy, porque Fernando, nuestro Alberto Vargas nacional, tiene tal capacidad para capturar ese festivo y cromático erotismo tan propio de los años cincuenta que resulta imposible escapar a la mirada venérea y la sonrisa encendida de sus chicas. La Alicia de Vicente no es ajena a ese inocente erotismo y se muestra algo mayor, acusando quizá los primeros picores naturales de una adolescencia con la que Lewis Carroll nunca se hubiera atrevido a lidiar. Con un dibujo de gran corrección formal, Fernando, que sin embargo es un ilustrador totalmente autodidacta, realiza un trabajo narrativo-descriptivo a partir de un texto que exige del artista la capacidad de respetar y retratar fielmente cada una de sus alucinantes propuestas visuales. Incluye, además, un discreto homenaje a El Bosco como fuente de todo delirio posterior tal como hiciera Tenniel en la primera edición ilustrada. Esta Alicia de Fernando Vicente, con su perfecto manejo de la luz y el color, ha conseguido traer hasta nuestros ojos el asombro inabarcable de las tres dimensiones de la fantasía.

 

Según las tres heridas narcisistas expresadas por Freud, Copérnico demostró que la tierra no es el centro del universo; Darwin dejó muy claro que el ser humano sólo es un animal con pretensiones y el propio Freud se coloca el tercero de la lista (con gran humildad por su parte) para decirnos que el el hombre ni siquiera es dueño de sí mismo.

Por aquellos días, el jefe de la oficina de patentes de Berna hacía la vista gorda mientras un empleado llamado Albert Einstein trazaba las bases para uno de los momentos más desestabilizadores en la historia de la ciencia, el penúltimo ataque frontal contra el ego humano: La Teoría de la Relatividad General. Citando a Carlo Frabetti: «esa deslumbrante revolución científica (consumada por la mecánica cuántica), a la vez que pone en nuestras manos un extraordinario poder, nos enfrenta a una insospechada impotencia intelectual. Einstein, que solía decir: “Si no puedo dibujarlo, no lo entiendo”, nos ha legado, paradójicamente, un mapa del mundo indibujable.»

Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein avanzaron lo que Kurt Gödel demostraría después: que un sistema lógico convencional, ya sean las matemáticas o el lenguaje, no sirve para estudiarse ni explicarse a sí mismo y “De lo que no se puede hablar, mejor callarse”, abocándonos a un aterrador silencio solipsista.

A grandes rasgos, podemos entender el siglo XX como el siglo de la incertidumbre, de los límites al conocimiento, de la crítica de la ciencia desde la propia ciencia y de la perplejidad en la que nos han ido sumiendo la diferentes teorías sobre la inconsistencia de ese consenso gratuito y casual que llamamos realidad.

Antonio Hitos no es ajeno a todos esos precedentes, pero reacciona como un poeta impulsado a expresar lo que siente, decidido a que nosotros lo sintamos también y nos habla en Materia del mundo en el que realmente vivimos, no del mundo en el que creemos vivir. La poesía es, quizá, el único lenguaje honesto, puesto que incorpora la posibilidad del absurdo como elemento integrador, como recurso imprescindible para no faltar a la verdad, y ésta es la obra de un poeta-dibujante concentrado en trazar como un cirujano los verdaderos contornos de la realidad, ese lugar tan esquivo al que sólo se puede llegar a través de la imaginación más calenturienta, con esa actitud tan crítica como exenta de prejuicios que se necesita para percibir el mundo tal como es.

Al igual que todo buen autor de ciencia ficción, toma la altura necesaria para obtener una visión de conjunto y desciende luego a observar bajo el microscopio todo aquello que sólo parecía una anécdota, consciente de la importancia que reviste cada detalle, del tiempo necesario para cada escena, del orden implicado que se oculta bajo el aparente caos.

Gráfica y conceptualmente, estamos ante un autor en busca de lo esencial, empeñado en desmenuzar los componentes de la realidad hasta llegar a las partículas elementales que la componen, e invariablemente se topará con los límites que la materia le ha puesto al conocimiento, esa frontera descubierta y dibujada en su momento por Werner Heisenberg más allá de la cual sólo existe la incertidumbre; ese espacio en el que podemos estar y no estar, ser y no ser de forma simultanea como demostró poco después el afortunado o infortunado (según se mire o no se mire) gato de Srödinger, que vete tú a saber si no sería el mismísimo gato de Cheshire del que nos habla Lewis Carrol, apareciendo y desapareciendo en el aire a su antojo para demostrar que la realidad sólo es una opinión muy poco fundada.

Lejos de estructuras narrativas clásicas, Antonio Hitos nos ofrece un fragmento azaroso de la existencia de varios personajes sometidos a los rigores de una eventual invasión extraterrestre de la que no son conscientes, de la misma forma que las cucarachas no pueden acceder a la lógica de las motivaciones humanas y las acciones que de ella se desprenden. Como todo buen relato de ciencia ficción, arroja luz sobre el presente en las tres áreas que organizan el intelecto: ciencia, ética y estética, convocando, una vez más, la persistente extrañeza del escenario en que se desenvuelve eso que llamamos la naturaleza humana.

 

El hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides, este conocido proverbio árabe resume perfectamente la fascinación que han ejercido sobre nuestros ojos aquellas construcciónes de piedra y contiene, a la vez, una de las más eficaces metáforas sobre el tiempo.

Sin embargo, tenemos derecho a pensar que el paso del tiempo es una mera ilusión porque los más avezados científicos, en la punta de lanza de las ciencias físicas, lo afirman sin complejos. Aunque, dado que es una ilusión tan persistente que acabará por matarnos, en ocasiones necesitamos adormecer la conciencia con elixires que se interponen entre nosotros y nuestro pensamiento, pero que le sientan muy mal al cuerpo y, de vez en cuando, conviene salir del fondo de la botella para buscar consuelo en alguna otra sustancia metafísica que no dañe tanto el hígado.

El mundo acabará por arder un día u otro y nosotros con él pero, mucho antes, si le damos el tiempo suficiente, la mente humana habrá caído en tantas contradicciones que en el paisaje de la razón no quedarán más que monstruos. El tiempo no juega a favor de nadie, ni siquiera a favor de los Rolling Stones y, a la larga, hasta los buenos vinos se acaban picando. El tiempo sólo juega a favor del banco y de la muerte. En cuanto a las pirámides, ninguna hipérbole poética evitará que acaben convertidas en inmensas dunas de arena y no sabremos distinguir si son parte del paisaje o la última expresión en el rostro de un hombre que se desvanece.

Algo tendremos que hacer para sacudirnos, aunque sólo sea por un momento, la condena que nos impone esa enfermedad congénita de la especie, ya que somos criaturas hechas de tiempo y no podemos existir fuera de su dictadura. Para empezar, según advertía Julio Cortázar, no debemos permitir bajo ningún concepto que nadie nos regale un reloj y, después, podemos dedicarle el tiempo ganado a leer y contemplar la biografía del escritor que Jesús Marchamalo y Marc Torices nos ofrecen bajo el sello de Nórdica.

Toda biografía ha de respetar un orden cronológico, por aquello de que el protagonista no muera antes de nacer o lo encontremos comentando detalles de un libro que aún no ha escrito; pero trazar la semblanza de un personaje es literatura con todos sus recursos y sus licencias, una de las cuales siempre ha sido la capacidad de mentir para decir la verdad o variar a conveniencia la flecha del tiempo con el fin de burlar una muerte en todo caso prematura, aunque debemos considerar muy seriamente que, tratándose de Cortázar, ese momento fatídico ocurrido en febrero de 1984 quizá no haya sido más que un leve contratiempo o, como mucho, un episodio reversible por más convincentes que parezcan las lápidas de Montparnasse.

Segun Frazer en La rama dorada, el mago o chamán debe ser el último en creer en sus propios dones; sólo así, desde la conciencia del actor que representa un papel y relata una ficción podrá resultar convincente a ojos de aquellos que sí lo creen. No obstante, la presencia de lo mágico en el escritor franco-argentino, lejos de ser una pose o una técnica para el estímulo de la intuición, permanecía en su forma de ver el mundo desde niño como la condición necesaria para percibir toda su riqueza de caprichoso caleidoscopio, quizá incluso para entenderlo tras el asombro.

Marc Torices despliega esa magia en un generoso caudal de imágenes de estilo retro-naif que recuerda el mundo legeriano o el dibujo futurista a veces geométrico, a veces dulce y sinuoso; alternando el color y el blanco y negro para diferenciar los momentos de la narración. Es un dibujo denso y gestual con el que evoca perfectamente el espíritu y la iconografía propias del personaje y al mismo tiempo se complementa con el guión de Marchamalo. Debemos atribuir a ambos el acierto narrativo al inducir la hilaridad, como ocurre en el episodio de la corrección de Paradiso de Lezama Lima, o el presagio de la fatalidad expresado en las dos últimas viñetas de la página 51 sobre “la pelea del siglo” entre Jack Dempsey y Luis Ángel Firpo que bien pudo suponer la declaración de una guerra intercontinental. Decir más sería hurtarle al lector el placer de descubrir estos y otros momentos por sí mismo.

No es la primera vez que Cortázar aparece como personaje de cómic. Para un escritor, esa circunstancia supone la conquista definitiva de la celebridad mundial, según le había comentado un amigo. Él mismo relataba divertido, en la entrevista de Televisión Española con Joaquín Soler Serrano, el extravagante episodio que, se supone, iba protagonizar junto a otros escritores en lucha común con aquel Fantomas azteca tan aficionado a terminar arreglando el mundo a tortas; y cómo finalmente consiguió darle un giro radical al guión para difundir la labor del tribunal Bertrand Russell que investigaba la política exterior norteamericana en Vietnam y documentaba el trágico periodo de las dictaduras del cono sur.

Dado que el tiempo es una ilusión, no debemos descartar la posibilidad de que se presente de nuevo para enmendar la plana a los autores de esta biografía, no por estar en desacuerdo con su trabajo, sino por coherencia y respeto al espíritu cronopio de lo imprevisible.

 

I

El mundo se creó en un instante, a la salida de un túnel,

con un temblor de sala de máquinas y mamparos golpeados por el viento.

Estridente erosión de luz y borrosa velocidad del pensamiento en las ventanillas.

El sol, estrellado en un espejo que mirábamos con sed,

era la lengua de un lanzallamas contra una manada de caballos blancos.

Y fue como emerger de un trance

con una linterna de sal en los ojos y la torpeza del astronauta.

 

No podíamos avanzar si no hacia delante,

a través del griterío de patios de colegio crueles como el valor fijo de los números,

trazando planes en la luz ingrávida y sobrenatural de salas de billar,

amenazados por la maquinaria de los ministerios, el ajedrez de las academias

y la esfinge que anida en el cerebro de los cobardes. La vida en oleadas

nos golpeaba la cara como la lluvia en el cristal de un parabrisas. Nuestra mirada,

tan fértil como la nieve en un aparcamiento, caía sobre el mundo

con la intención de las piedras cuando se arrojan al río.

Podíamos bucear fuera del agua con los ojos abiertos,

pero no sabíamos apreciar la inocencia de una pirámide,

la perversión de las bicicletas infantiles,

negociar con el monstruo que se viste de nosotros. No aprendimos

a reír con el payaso, la obediencia de las fotos de carnet,

a templar el cuerpo y retener dentro la hoja del cuchillo

para evitar la carnicería. Queríamos asesinar las palabras,

prenderle fuego al espejo para ver,

tal como arde,

el momento en que las farolas se encienden

pero el sol no se ha ido, lo que oculta

el eco, en los ojos cerrados,

de toda luz bien conocida.

 

II

Doble corte-bisturí de hierro través de las escombreras, al paso del tren

se abría la piel de los suburbios.

Herida seca, hemorragia de gas inflamable,

percusión de plástico, vidrio y hoja de lata.

Pilas de neumáticos en llamas como una ofrenda abierta al universo.

La eternidad atrapada en las colillas de los cigarros.

Un cuerpo sobre el que habían descendido las plagas del futuro.

 

El cielo parecía alejarse como si rotara en dirección contraria a la tierra

y era la ciudad

una alfombra seductora que se iba deslizando bajo nuestros pies.

Nuestros pies sobre la plataforma del vagón.

La plataforma sobre las ruedas.

Las ruedas sobre las vías.

Las vías sobre el suelo y todos

a seis mil kilómetros del centro de la tierra

seguros de viajar hasta el fin de los tiempos.

 

Bocanadas de ácidos y alcohol, atmósfera-vientre de ballena. El tren,

intestino en movimiento,

aullaba sobre un páramo sembrado de ropa temblorosa y maletas abandonadas.

Llegaba la noche.

Sordo aleteo de murciélagos, tejados de arrabal, jardines de chatarra.

Enredaderas de alambre de espino reptaban alrededor de columnas dóricas

en un club de carretera.

Bajo los puentes de las autopistas, con restos de cocaína y carbón bajo las uñas,

terminaba el sueño transatlántico de las aves del paraíso.

Entre montañas de zapatos y figuras cuya sombra dudaba sobre el terreno,

cientos de hogueras conjuraban las tinieblas.

Llamas de sabor metálico, pintura desconchada, óxido,

elegancia marchita de automóviles encallados en cráteres de basura.

El hechizo de supermercados nocturnos,

atractivos como la felación de una aspiradora.

Dulces paneles de plasma anunciaban felicidad ecológica de tomates

y contratos de telefonía móvil.

Cuarenta y dos pulgadas de sueño electrodoméstico larvado en escaparates azules.

Dos mil metros cuadrados de paraíso artificial y síndrome de abstinencia.

El golpe de luz narcótica en el cerebro seducido por la última eclosión

de endorfina digital.

Estanterías de menaje del hogar como objetos robados en un sex shop.

Masturbadores eléctricos vibrando en la sección de fontanería.

Recambios para el automóvil y objetos para la estimulación anal.

Lubricantes bocas de pescado dispuestas a eyacular filigranas de escarcha

sobre collares de perlas falsas.

La perspectiva de la caja registradora como el descenso a la boca

del pezón más jugoso de la infancia.

Batallones de mendigos comían arroz blanco en los hangares de un aeropuerto.

Cerrábamos los ojos y se acercaban las caras:

primeros planos con detalle inabarcable,

arrugas como edificios que aguantan los inviernos quemando la madera

de los muebles.

El orgasmo del aire sobre el morro de los aviones en la cabecera de pista.

Vapor de lluvia en el calor de los motores a reacción, la promesa de una isla

entre dos hileras de megáfonos que anunciaban ciudades de vacaciones.

Urgencia de máscaras con soplete reparando las estructuras

de un parque de atracciones.

Niños de mirada centrífuga montaban caballos de cartón quemado

por el fuego eléctrico de un tiovivo.

Otros movían el mundo arriba y abajo, saltando sobre camas elásticas

como pequeños cohetes indecisos.

El tendido eléctrico causaba trágicos accidentes de navegación de pájaros con

insomnio.

Pequeños grupos devoraban la carne asada en improvisados bidones de gasolina,

con un cabeceo insistente y la mente colgada en el super bass

de antiguos radiocasetes.

Grúas, como esqueletos de dinosaurio, mordiendo el pozo iluminado de una

excavación.

Herramientas de la Edad del Bronce junto a piezas de maquinaria compleja

procedente del futuro.

Y algún juguete de plástico que sonreía bajo el barro como un recién nacido entre

los desperdicios.

 

III

Ácida caligrafía luminosa mordía la tiniebla con rabia de central eléctrica.

Calor borracho de puta en el motor de los camiones. Pico de yonki fantasmal,

ala de buitre perdido en las calles sin nombre del polígono.

Canto de grillos alimentados por baterías de nueve voltios,

el silencio de la noche era un crujir de metales que se enfrían.

Sueño automático de sistemas de alarma y antenas en el aire

como el aliento de una máquina que aprende a dormir.

Autobuses lentos remontaban carreteras con el cansancio de animales en retirada.

Algunas ventanas amarillas gritaban sombras chinas de un drama repetido e interminable.

En los tendederos de ropa anidaban los cuervos, la noche,

vaho retenido por un golpe de persianas,

escalaba los bloques de apartamentos como una vieja maldición

que no distingue los vivos de los muertos.

 

A la velocidad del sueño, el tren

sellaba el camino tras el último vagón. Museo de sombras

la certeza de la distancia consumida y el mapa del futuro,

trazado con la precisión plana de la brújula y el compás,

tan cuidadoso en los detalles, tan generoso con la fortuna, ingenuo

como una acuarela infantil bajo la lluvia.

Aún vemos pasar, islas de luz perdidas en la noche, los apeaderos:

agonía yacente de ciudades dormitorio, cerco espiral de carreteras

en tierra de nadie, tan lejos del mar, tan cerca

del cielo cautivo de los aeropuertos; niebla en la vista vallada, extravío

de maletas abiertas a la suerte.

Aún la playa, bajo el asfalto, no es más que una promesa.

(Gran Sur)

 

Ahora estoy en el punto de no retorno
intentando ver más allá del fin de los aeropuertos,
dispuesto a mantener encendida la llama eléctrica de las calles
como un faro para el que sabe
que se perderá en los montes y fuentes de su infancia,
lejos de las pisadas calientes de brea y cemento:
mi casa en la hoguera de los sueños.

Y navego contra la marea
inclinado sobre el tráfico y las personas que se agolpan,
que se apresuran en dirección contraria y creen
con la fe de los que no tienen más:
La felicidad es coger el autobús a tiempo,
la mañana del sábado,
el cloro de las piscinas,
el plástico perfumado en los bazares chinos,
la mar en calma de las vacaciones,
el paisaje pintado con vacas en las ventanas del tren.

Y veo, desde las torres de radio y televisión, el baile en espiral
en torno al quiosco y el estadio.
Luz y diseño, pantallas urbanas,
abejas en el enjambre terminal
que celebran, con electrónico entusiasmo y eterna sonrisa,
la fortuna de los que brindan por encima de sus cielos.

Os veo como islas en la misma deriva que me lleva.
Disuelvo mi sangre sucia en vuestra sangre sucia y navegamos
por un pantano que nadie codicia.

Ya no es nuestra la bandera azul de las playas
apenas el sol, la lluvia desde un sótano, el olor de las cañerías.

Arde el papel de los pactos inviolables,
ceniza en la cornisa de nuestro asombro, los almanaques
huelen como un centro comercial en llamas
y allí donde nos alcanza la vista el viento arrecia,
asoma el hambre.

Despertaremos un octubre de tejados fríos
con los ojos velados por la niebla-luz del día,
cuando se nos pase la borrachera y sintamos la tentación de hacer planes
para pasar la noche a cubierto, acurrucados
donde muere el terraplén de los trenes
con los caballos que hieren sus patas entre los escombros.

Vivimos una intemperie de ciudades deshabitadas,
campamento-infección-tierra herida enferma de autopistas.
Al otro lado de la valla despegan los aviones.
Arrastran el alba fuera de nuestro alcance, nos dejan a oscuras
por esta miseria-miedo-perro suelto-caballo cojo,
esta miseria de viejo sin afeitar.

Ya no arde la ciudad con sus electroimanes
y no nos queda tiempo ni paciencia,
no confiamos en la luz del día
para encender las tinieblas.

 

Desde el kilómetro cero a corazón acantilado,

después de abandonar la cima iluminada de las calles,

el vaivén de la noche-carne brillante, risa de neón y tacón de pavimento-espejo,

a hora y media del mundo mientras caemos

bajo la espalda lacerada por el hierro de las estructuras,

a través de la tierra baldía del zoológico y el Parque de Atracciones,

se extiende el sueño arbolado por antenas de televisión,

emerge la luna, corona de cartón-piedra,

sobre los centros comerciales en las márgenes del tiempo.

 

Los trenes desahucian de madrugada

el hambre del estudiante y el cuerpo cansado,

en la frontera de aliento minado por la estela de los vuelos comerciales.

Entre la tierra y el cielo del estadio a voz en grito,

la hierba de plomo, la nómina del hambre, pacen los bueyes

por los campos de cemento del Gran Sur.

 

Corremos por el andén a uña de baldosa levantada

en la turbulencia de los trenes de cercanías.

Las casas guardan bajo llave almas de zapato, bostezan

ropa tendida sobre la estación.

 

No crucen las vías.

No pongan los pies en los bancos.

No salten por encima de la charca, ni aplasten lagartijas de cartón.

No tienten a la sirena de la ambulancia, el aguijón de los hospitales,

el pétalo de sangre en la rosa alambrada.

No recojan las palabras tiradas por el suelo.

No escuchen el crujir de los huesos.

No miren al vacío en el reloj.

 

Tiempo suspendido en el vuelo espiral de los vencejos,

silencioso como las vacaciones en el patio de un colegio.

El viento solar, dueño de las calles, juega

en remolinos de plástico y hojarasca.

 

Lejos de los aeropuertos al árbol de la tierra prometida,

naufraga en cloro turquesa la eterna página en blanco

del cuaderno escolar ahogado en la piscina.

Los Chicos del Vertedero olvidan la playa

en la rompiente de las naves industriales.

 

En el váter del centro comercial se buscan el olor bajo el rabo

los perros que faltaron a las clases.

Torneo de pulso y brazalete de cuero macerado

en el sudor-cerveza y aliento de pincho quemado al gas butano.

Globo de chicle el vientre de la muñeca-bragas de lycra, ave

de culo hamburguesa, reclamo estupefaciente

de pollos-pantalón vaquero y huevos apretados

en el potro música-máquina de la discoteca móvil.

 

Babea la tribu adolescente de los mandriles

bajo la ventana de la niña que descuelga el tinte de su pelo

hacia el oropel de los bazares chinos,

hacia la bragueta del percherón tatuado,

hacia el riñón forrado del fontanero.

 

Y en la pared de un almacén, tras años de intemperie,

inocente como el primer día del verano, aún late

el sarampión de una pintada:

 

                                BUENOS DÍAS, PRINCESA