Por el suelo, rosas de papel con restos de café, mantequilla y carmín, adornando jardines de madera sintética. En el aire, conversaciones de mano y equipajes con prisa.

La vida en silla de ruedas buscando con la mirada la ansiedad de lo que no hay a la vuelta de la esquina,
surcando mares confortables a bordo de cruceros de vacaciones con vistas al patio de la clínica de Alzheimer.
La vida alimentada por el buffet libre de los hoteles de la costa.

La vida que hoy asciende a los cielos en el humo de los crematorios, celebró cada domingo por todo lo alto con medio pollo asado y extra de patatas fritas.

La vida sobre sandalias, hamacas y toallas con dibujos de caballos y palmeras,
cubierta de lycra, goma y crema solar,
construyendo castillos de arena extraordinariamente complejos,
tumbada en playas urbanas, compitiendo por un lugar bajo el sol junto a los desagües,
comiendo con restos de pescado entre los pies descalzos y un horizonte de pizza cuatro estaciones al caer la tarde.

La vida en el vértigo de los aviones, sujeta a la silla eléctrica por cinturones de seguridad,
arrastrando equipajes entre la megafonía y los fantasmas de cristal a lo largo de corredores y reflejos de duty-free,
elevada a un cielo de ascensores, escaleras mecánicas y pasillos deslizantes,
disecada en salas de espera flotando en el vacío,
mirando al cielo de las mascarillas de oxígeno.
La vida compactada en la duración de un vuelo low-cost
con destino al cielo.

 

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