Yo escribo para los que escupen a la cabeza de los perros del pasado, cuando vienen a morderles en la yugular del aire nuevo que alienta sus poemas de hoy.

Los que pintan paredes con la mirada atravesada por los viaductos, expuestos a las paradas de autobús, en la línea de tiro de las autopistas y un crepúsculo de ladrillo rojo sobre el pelo erizado.

Los que recuerdan el brillo misterioso de las ciudades vibrando a través de capas de calor prensado en el horizonte, visto desde campos y granjas hundidos en el canto narcótico de los insectos.

Los que  tiemblan con la carrera solitaria de coches, helicópteros y sirenas de policía, coral de aspas y motores que se deja caer hacia la madrugada.

Los que oyeron ecos de voces lejanas en un vacío superpoblado de pasillos de hospital, garajes y aparcamientos subterráneos y prestaron atención.

Los que no podían dormir bajo las pantallas de información, con los ojos incendiados por el fósforo de los aeropuertos, pero no podían dejar de soñar.

Los que callan cuando la penumbra de los edificios más altos oculta una pequeña parte de la noche mientras pasan las constelaciones.

Los que ocultan el crujido de sus huesos en los arcos de seguridad y esconden las orejas de lobo portando bandejas entre corderos descalzos.

Los que poblaron de gritos y hogueras las academias, asaltaron la sillería de las catedrales y liberaron palabras embalsamadas por la madera seca de los pupitres.

Los que se sentaron durante horas bajo el reloj de los andenes, atentos al vuelo de su propia mente por el techo-aire alto de la estación, y no estaban de paso.

Los que esperaron y esperaron por una palabra en un verso, un verso en una estrofa, una estrofa en un poema y finalmente olvidaron el tiempo transcurrido.

Los que vieron fantasmales maniquíes desnudos en los escaparates de pequeñas tiendas que salpicaban calles vacías y hablaron con ellos.

Los que dormían con el frío y el calor de pisos en alquiler donde se encontraron los ancianos habitantes de fotos en blanco y negro con los recién nacidos en la memoria de los ordenadores.

Los que, en plena calle, miran hacia lo más alto de la tormenta cuando se desploma sobre cinco millones de cabezas en stand-by, congeladas en el nitrógeno líquido de la televisión.

Los que se encontraron errando por mercados de música callejera, salchichas, soul-food-café, camellos que surgen del desierto entre nubes de arena roja, animales de otros planetas, pollo frito, refrescos, té a la menta y alguna que otra serpiente artificial.

Los que se aventuran por carreteras que huyen entre bosques-noche-oráculo de ramaje implacable, delirio bajo las nubes, que esconden la salida hacia los valles día mientras no se hagan las preguntas adecuadas.

Los que duermen donde las luces de neón deforman ruedas en el brillo del agua, cuando los trenes les atraviesan el sueño a la altura de los tejados.

Los que descansaron en la moqueta desgastada de viejos teatros donde se fumaba, bebía, follaba­-flotaba en bandas de blues y sangre de viejas películas que rezumaba de las paredes como el eco de un antiguo crimen.

Los que cayeron por sótanos de espejos y oricalco bajo la hipnosis de la glitter-ball que les escaneaba la camisa y revelaba el encanto ultravioleta de su mejor sonrisa.

Los que rodaron por el escenario de botellas rotas-putas del tercer mundo, cocinando coños-perro que gruñe a los neumáticos dormidos de camiones, en aparcamientos y bares fondeados en el arcén de las autopistas.

Los que desembocaron de madrugada por el derribo de la tormenta en barrios que despertaron escombros de agua, vallas de obras y semáforos de mirada intermitente.

Por calles entumecidas de almacenes cuando de madrugada compite la luz-aurora con la vista de faros cansados de tabaco, noche y alcohol–las autoridades sanitarias advierten que la vida puede ser perjudicial para su salud y a la larga lo acabará matando…idiota.

Por el amanecer de coches robados, dolor de luz en la frente e incertidumbre de sueños y garajes que esperan otra noche, otras luces, otra muerte, hacia el final de carreteras en construcción sobre barrancos interminables.

Por el cielo de las ambulancias.

Por el rojo vivo de los motores.

Por la paranoia de los vigilantes.

Por la luz amarilla de las ciudades-ocaso.

Por los pájaros muertos en las canchas de baloncesto.

Por el baile ciego de las grúas en el viento.

Por los animales inciertos de los subterráneos.

Por el bramido de los trenes en sus guaridas.

Por la mutación abominable de los desagües.

Por los escaparates nocturnos de bazares chinos bajo pequeños hoteles con habitaciones de amor-sudor y toallas por cuenta de la casa, huyen los borrachos del alba a través del tráfico azul de los hombres-cifra, las mujeres-cifra, los niños-colegio, los viejos-muerte…

Y yo escribo para aquellos sobre cuya piel los rayos cósmicos dibujaron escalofríos, cuando por su retina inocente se deslizaban los ingenuos mapas del espacio exterior.

 

 

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