De jorobados y «espaldosos»

Algunos políticos se jactan de que van en metro pero la verdad es que en los quince años que he viajado a diario en el suburbano no he coincidido con ninguno; y eso que a veces hago trayectos de casi una hora. Debo reconocer que, por lo general, voy leyendo algún libro, de esos de ideas o alguna novela. Las últimas, dos de ritmos contrapuestos. Pioneros de Willa Cather y El secreto de la modelo extraviada, de Eduardo Mendoza. La primera, serena y melancólica, la segunda, vertiginosa e impertinente.

Lo de leer en movimiento no siempre es fácil, sobre todo cuando a uno le toca ir de pie. A veces es un ejercicio de funambulismo si el libro es grueso (el ebook todavía no me ha abducido) y en la otra mano uno lleva la cartera, ya saben debo velar por mi imagen de profesor universitario analógico (la mochila todavía no me ha conquistado). Sí ha conquistado en cambio a muchas personas que convierten la lectura de uno en misión imposible. El metro se llena de gente en hora punta y tu boca se llena de páginas porque gracias a uno de esos modernos el libro que tenías a cierta distancia ha quedado aplastado en tu cara. Lo malo es que minutos después el vagón se vacía en Avenida de América y el individuo sigue en el mismo lugar, sin darse cuenta de que te ha hecho calcomanía contra la pared. -¿Se dice así o calcamonía?- Debe ser como esos políticos que van con un saco lleno de incongruencias a la espalda pero no les importa si molesta porque ellos no lo ven.

Solo hay una situación peor que la de tener a un jorobado de esos cerca. Cuando a uno se le coloca alguien espalda con espalda. Lo más desagradable del mundo. Que se lo digan a Rajoy después de los diecisiete noes de Sánchez. Aunque el problema de verdad sería tener al de la joroba delante y al “espaldoso” detrás. En esos momentos uno decide claudicar y deja de leer. Con suerte ha entrado en el vagón algún cantante tarareando los últimos datos del CIS para amenizar la pugna entre viajeros.

Uno se siente fuera de lugar en el metro si no puede leer. La última vez que vi a alguien en tal situación fue cuando Carmena puso en solfa a los coches en Madrid y en el extrarradio coincidí con un gerifalte del periodismo que hace poco hizo los setenta ¡Muchas felicidades!. Apenas se notaba que aquel no era su ecosistema, si no fuera porque enarbolaba el Financial Times. Hablamos y hablamos hasta el otro lado del charco asfaltado. “Nos vemos por estos lares”, le dije. “Por estos lares, no”, me contestó. Habíamos hablado pero no le había dejado leer. El periódico en papel caduca un poco cada segundo que pasa y el FT cuesta “money”. Y es que solo a veces el metro hace extraños compañeros de viaje -¿O era parejas de baile? (no lo sé, la danza todavía no me ha ganado para la causa). Ay, el metro, el metro. ¿Transporte público? No, vara de medir… la vida.