Azúa se escribe con «H»

En la “Casa de las palabras” todo se convierte en un cuento y el ingreso de un nuevo académico es un relato de los más emocionantes, más si cabe cuando se trata de  Félix de Azúa ocupando el sillón de alguien como Martín de Riquer. Las brans están en alto, pero no enfrentadas sino con una misma misión, la de homenajear a los valientes cruzados que iban de fracaso en fracaso hasta llegar al más absoluto fracaso. No es el caso de Azúa que ha sabido mantener la independencia sin hacer ascos a los reconocimientos. Ya decía Aranguren en aquellos primeros artículos de El País, sirva como homenaje por el próximo cuarenta aniversario, que los intelectuales debían tener un pie en el trabajo oculto y otro en la fiesta de la celebración, la de los premios, la de la proyección pública, la de, en definitiva, los reconocimientos que les permitirían seguir trabajando en lo verdaderamente suyo. Ingresar en la RAE es posiblemente el mayor de los reconocimientos que se deben aceptar.

Azúa hizo ayer una laudatio dedicada a Martín de Riquer. Formaba parte de una carambola buscada, nada de chiripas ni serendipias ni neologismos, en la que los otros dos muros del tapete verde eran Mario Vargas Llosa y él mismo. Azúa golpeó la bola con suavidad, de un modo menos irreverente del que nos tiene acostumbrados. Martín de Riquer, dijo Azúa, le había estado atrayendo hacia la “H” desde hacía cuarenta años, tiempo de indagación en el lenguaje, de juegos de palabras, de melancólica caballería que cobraría vida en forma de libro, “Mansura”, recientemente editado por Javier Marías en Reino de Redonda. Pero también años de ver cómo compañeros de generación perdían la vida en la búsqueda de utopía, años de defensa de unas ideas comunistas por las que su generación había luchado “cuando en realidad ya habían fracasado en todas partes con enormes carnicerías”.

Azúa da un último empujón a la bola mencionando a Tiran Lo Blanc, obra escrita por el valenciano Joanot Martorell, que cautivó a Vargas Llosa a su llegada España en 1958 y cuya última edición, de 1947, fue supervisada por Martín de Riquer.

Vargas Llosa se levantó tomando el guante y mencionó la independencia de Azúa como punto de partida. “La relativa soledad en la que le han colocado sus ideas y convicciones, tanto artísticas como literarias, cívicas y políticas”.  Después se embarcó en un repaso de la bibliografía de Azúa, con especial cariño en la segunda edición de su Diccionario de las Artes, “un libro que, si las ideas todavía importaran, debería haber provocado un gran debate en España y América Latina”.

El Nobel se encontraba delante de un auditorio repleto pero formado por una única persona. Se le debe reconocer a Isabel Preysler que no restó ni un ápice de protagonismo a los caballeros del entarimado, tan sólo unas fotografías oficiales a su llegada y otras robadas desde los móviles del resto de anónimos invitados. Anónimos todos menos Fernando Savater que fue citado en varias ocasiones y de Andrés Trapiello cuya acompañante sufrió un ataque galopante de tos que la convirtió en el centro de todas las miradas cercanas. Aquella mujer tenía tal necesidad de agua que varios de los asistentes a la celebración pensaron incluso en arrebatar a Vargas Llosa su vaso, reacción postmoderna que a la larga descartarían porque el premio Nobel no se separaba del cristal transparente, bebiendo a cada rato, como si en vez de agua aquel recipiente contuviera palabras.

Quiso la providencia o el destino o lo que fuera, que la palabra elocuencia presidiera la vidriera que parecía aterrizar suavemente sobre la testa de Azúa. Vargas Llosa se lo reconoció echando la contera a su discurso con un “desaletárganos” que abría la puerta de la Academia como cuando un Papa abre la puerta del Vaticano al comienzo de un Año Jubilar. El nuevo académico franqueó la puerta y desde ese momento “Azúa” se escribe con “H”.