Hay autores y obras literarias de las que todo español ha oído hablar por lejanos que estén sus días escolares o escaso haya sido su interés por las letras, y quiero pensar que este es el primer indicio de patria común a pesar de tanta pluralidad de realidades locales, movimientos centrífugos y otras ínsulas particulares del sentimiento nacionalista que, paradógicamente, no han hecho más que mantener unido en el conflicto este pedazo tan concreto de geografía entre África y los Pirineos. El Quijote de Cervantes, La Canción del Pirata de Espronceda, las Rimas y Leyendas de Bécquer, incluso la lírica del burrito aquel, tan tierno, de Juan Ramón Jiménez son algunos ejemplos. En el caso de Galdós, no faltarán audaces que citen Los Episodios Nacionales, pero la obra de la que la mayoría conoce realmente algo más que el título es, sin duda, Fortunata y Jacinta. No sólo porque el público ha visto ya dos adaptaciones de la obra a la pantalla, sino porque contiene uno de los dramas más reveladores sobre nuestra idiosincrasia cultural y los impulsos y motivaciones que, salvando las distancias cronológicas, han permanecido en el carácter de los españoles a lo largo de las épocas como claves para comprender el eterno retorno de un país que parece no tener arreglo.

Galdós bucea en ese magma psicosocial y, en ocasiones, narra de forma simultánea los avatares de ese otro barullo teatral que es la política, en busca de la identidad nacional; eso que con tanto ardor patriótico defiende hoy algún que otro botarate sobreactuado sin saber muy bien lo que es y sin perder ocasión de demostrar lo poco que le importa cuando trata de imponer una definición parcial e interesada, trazando fronteras y levantando muros para dejar fuera a la mayor parte de nosotros. Y aún es posible esa “Mala gente que camina” con tan poco respeto por la historia como miedo al ridículo, empeñada en volver por los derroteros de una delirante fantasía medieval de flechas y pelayos con ilustraciones de la Enciclopedia Álvarez.

En las Novelas de Galdós, España se nos revela antes y mejor en las reacciones de sus personajes que por el ajedrez de los hechos históricos que menciona, en todo caso, traídos con discreción a la escena de lo cotidiano y resueltos por el autor con breves pinceladas impresionistas que no constituyen si no un soporte cronológico para la acción de la historia con minúsculas en primer plano: el pequeño drama a pie de calle ejecutado por personajes de ayer que, en todo momento, nos están diciendo quiénes somos hoy.

Galdós pinta aquí, como telón de fondo, uno de los periodos más convulsos de la historia reciente: Un lapso de ocho años en el que tiene lugar el triunfo de una revolución que acaba con el reinado de Isabel II. Muere asesinado un primer ministro (Prim). Se promulga una nueva constitución. Es coronado Amadeo I de Saboya, que tarda poco en darse cuenta de dónde se ha metido. Comienza la tercera guerra carlista. Se proclama la I República con la que acabará (cómo no) el golpe de estado del General Pavía para imponer, tras el pronunciamiento de Martínez Campos, la restauración borbónica en la figura de Alfonso XII. En este breve tramo del siglo XIX está codificada buena parte de la deriva política posterior del país y, desde luego, asistimos a una sucesión de acontecimientos que lleva camino de volverse una costumbre: partimos de una República como expresión máxima de la libertad conquistada por el pueblo, para llegar a la restauración borbónica a través de un golpe de Estado militar cuyo protagonista puede dar paso a la monarquía de forma inmediata o quedarse cuarenta años usurpando el poder, según le convenga.

No es extraño que los protagonistas del exilio republicano ( Max Aub en México, Rafael Alberti y María Teresa León en Argentina) defendieran la obra de Benito Pérez Galdós como el autor que mostraba la existencia de un tejido sociocultural identitario propio de todos los españoles que no necesitaba fundamentarse en el mapa político de un imperio donde no se ponía el sol ni en la represión sistemática de toda posición política contraria a los intereses de la oligarquía. Y no menos por el evidente afán crítico del novelista sobre la realidad de una época que asistía a la desposesión de gran parte de la población de bienes y medios de subsistencia y la consecuente aparición de las clases proletarias atestando los barrios más deprimidos de las ciudades. Un momento larvario de la conflictividad social presente en la primera mitad del siglo XX que requería, con urgencia, los cambios estructurales que más tarde emprendería la II República. Una adaptación a los tiempos que poco tenía que ver con la nostálgica aspiración a recuperar el imperio perdido que impuso la dictadura nacional-católica tras la guerra civil como uno de los ejes de la reconstrucción espiritual del país.

Galdós nos habla lejanamente de las élites y los poderosos con ese recurrente sentido de orfandad que ha impregnado la vida de los españoles respecto a sus mandatarios desde que tenemos memoria y, para ello, pese a lo mucho que se apoya en la clase media como eje del constructo social y el sostenimiento económico del país, no duda en adoptar un punto de vista dickensiano en defensa de los más desfavorecidos que le conduce, en múltiples ocasiones, a la crítica más descarnada. Una denuncia propia de la novela de tesis decimonónica que lleva a cabo como el cronista que nos descubre la fatalidad inherente en la conducta de los personajes limitándose a exponer la verdad desnuda de los hechos. Sorprende la frialdad con que narra, por ejemplo, como y por qué Jacinta decide “deshacerse” del “Pitusín”. Galdós condensa en unas pocas líneas el momento demoledor en que Jacinta y, sobre todo el resto de la familia, deciden devolver al orfanato aquél niño por el que habían pagado y que no les había salido del todo bueno. Las travesuras, los tacos que suelta de vez en cuando la criatura y su mala conducta en general, vendrían a constituir la prueba más evidente de su falsa identidad, motivo de más para deshacerse de él sin pagar un peaje emocional demasiado alto. Cuentan, además, con un miembro de la familia, Doña Guillermina, quien proveerá la necesaria coartada moral, tan conveniente para lavar la mala conciencia de una clase dispuesta siempre a dar por caridad lo que niega por derecho. Tan es así, que sólo Jacinta parece acusar cierta desazón, más por su maternidad frustrada y la mala conciencia que por verdadera empatía hacia el niño, de la misma forma que, algunos capítulos atrás, siente la muerte de unos gatitos que oye maullar al fondo de una alcantarilla.

Galdós resulta desolador porque describe la deriva moral de una clase social que no es consciente de su propia vileza y los mecanismos exculpatorios en los que se apoya a la vez que nos despista lanzándonos a censurar las canalladas juveniles de un sólo personaje (Juanito Santa Cruz), usando astutamente ese ardid narrativo tan propio de la literatura de todos los tiempos y que más tarde Hitchcock bautizará con el nombre de MacGuffin.

El delfín de los Santa Cruz juzga las situaciones que él mismo provoca como le ha enseñado el entorno social del que proviene, pero actúa impulsivamente. No es más culpable del daño que causa que la familia a la que pertenece. Mientras aquél actúa sin premeditación y siguiendo el principio del placer, aunque de modo más egoísta que epicúreo, estos lo hacen fríamente, convencidos de obrar con toda rectitud y la justificación propia de quien ocupa el centro del universo moral de la época: la buena familia de clase media.

Fortunata, por su condición de pobre y analfabeta, será víctima de la desigualdad y sujeto pasivo de las aspiraciones, bien planificadas, de una clase social tan acostumbrada a transmutar el desahogo económico en superioridad moral y presentar la dignidad como un artículo de lujo sólo al alcance de unos pocos.

Doña Lupe, ante el empeño de su sobrino Maximiliano, trazará para ella la obligada ruta de purificación de cara al matrimonio pasando por el convento de Las Micaelas, donde habrá de purgar los pecados de su vida pasada. Para ello contará con el concurso de Doña Guillermina, apodada “la santa”, de intachable reputación, caritativa y esforzada luchadora por el bien de los más desfavorecidos. Y, de otro lado Nicolás Rubín, hermano de Maximiliano que, como sacerdote, no necesita más credenciales para ser considerado idóneo como supervisor del asunto. Pero incluso Don Evaristo Feijoo (quizá una prefiguración novelesca del propio autor) quien aparece más tarde generoso y desprendido como un ángel salvador entrado en años, actúa con prevalencia en beneficio propio y se aprovecha de la situación desesperada de Fortunata que ha quedado en la calle defraudada, una vez más, por su amante.

Fortunata pagará muy caro el pecado de actuar de corazón pero, sobre todo, la osadía de enamorarse de quien no debe, un hombre que pertenece a una clase social muy por encima de la suya, y será utilizada de diferentes formas, a veces disfrazadas bajo la piedad y bonhomía de un viejo benefactor.

Contamos con Mauricia “la dura” para conocer el alcance máximo del castigo físico y mental que ejercerá una sociedad implacable con quien se atreve a contravenir sus convenciones. A Mauricia se la considera poco menos que un ser diabólico porque no se adapta a la anémica concepción de la vida burguesa troquelada por la fe católica. Tanto ella como Fortunata son acreedoras de una inevitable reacción represora por ser pobres y carecer de las habilidades sociales necesarias para defenderse más allá de la mera subsistencia, pero no menos por el simple hecho de ser mujeres que se toman la libertad de seguir sus instintos. Conecta aquí, Galdós, con otras heroínas trágicas de la novelística europea del momento como Anna Karenina o Madame Bovary, salvo que nuestras protagonistas locales habrán de añadir los estigmas de una economía precaria al drama resultante de contrariar los códigos morales de la época.

Si Cervantes había cifrado el retrato del carácter español en el Yin-Yang de esas dos figuras opuestas y complementarias que son Don Quijote y Sancho Panza, Galdós ensaya ese mismo juego binario, ya sin idealismos, en las dos figuras femeninas principales y extiende la nómina de personajes hasta poblar la novela como puebla las calles de un mercado, con todo el colorido y la complejidad necesarios para trazar la semblanza de un siglo tan convulso como inabarcable. Ninguno de ellos sale indemne de la ironía de un autor tan dotado para la narración como para el dibujo. Ninguno, que no haya cedido a la enajenación, demostrará tener el coraje necesario como para lanzarse a vivir sin cálculo ni reservas y entregarse a corazón abierto salvo Fortunata.

La Editorial Reino de Cordelia acaba de publicar Fortunata y Jacinta, dos historias de casadas para iniciar este año galdosiano con un redoble de tambor. Se da la circunstancia de que me ha tocado en suerte realizar las ilustraciones para los dos tomos que integran esta lujosa edición y quizá debiera escribir algo sobre ese asunto pero, no encuentro las palabras para hablar de mis propios dibujos. Es decir, las que encuentro me parecen prescindibles. Me gustaría pensar que el hecho de que sobren las palabras es un signo de eficacia como dibujante, pero, al margen de la calidad de la parte gráfica de este o cualquier otro libro, las palabras nunca sobran.

Desde el punto de vista de un ilustrador que encuentra retratos tan fieles y escenarios tan nítidos es todo un compromiso ensayar la misma línea descriptiva que el autor ha seguido en el texto y exponerse a errores, imprecisiones o anacronismos por falta de documentación o atención a los detalles. A los artistas plásticos nos gusta ser libres, calzarnos las alas de Ícaro y volar alto hasta perder de vista el texto. Flaco favor para un autor realista tan preciso como exhaustivo en el tratamiento de escenarios y personajes, que brinda, a lo largo de más de mil páginas, innumerables momentos de gran impacto visual y que además de ser el mejor novelista de España (con la excepción de Cervantes), no era mal dibujante.

Con Galdós uno se enfrenta siempre a un libro en alta definición. Ilustrar un libro cuyas palabras valen por mil imágenes es una insensatez. Uno no sabe si elegir la fotografía de lo inmediato, la captura de las emociones, la definición concreta de lo sugerido… Después de más de cincuenta ilustraciones me queda la sensación de que está todo por hacer.

Sean benévolos, no disparen contra el artista y perdonen las licencias poéticas.

 

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