El hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides, este conocido proverbio árabe resume perfectamente la fascinación que han ejercido sobre nuestros ojos aquellas construcciónes de piedra y contiene, a la vez, una de las más eficaces metáforas sobre el tiempo.

Sin embargo, tenemos derecho a pensar que el paso del tiempo es una mera ilusión porque los más avezados científicos, en la punta de lanza de las ciencias físicas, lo afirman sin complejos. Aunque, dado que es una ilusión tan persistente que acabará por matarnos, en ocasiones necesitamos adormecer la conciencia con elixires que se interponen entre nosotros y nuestro pensamiento, pero que le sientan muy mal al cuerpo y, de vez en cuando, conviene salir del fondo de la botella para buscar consuelo en alguna otra sustancia metafísica que no dañe tanto el hígado.

El mundo acabará por arder un día u otro y nosotros con él pero, mucho antes, si le damos el tiempo suficiente, la mente humana habrá caído en tantas contradicciones que en el paisaje de la razón no quedarán más que monstruos. El tiempo no juega a favor de nadie, ni siquiera a favor de los Rolling Stones y, a la larga, hasta los buenos vinos se acaban picando. El tiempo sólo juega a favor del banco y de la muerte. En cuanto a las pirámides, ninguna hipérbole poética evitará que acaben convertidas en inmensas dunas de arena y no sabremos distinguir si son parte del paisaje o la última expresión en el rostro de un hombre que se desvanece.

Algo tendremos que hacer para sacudirnos, aunque sólo sea por un momento, la condena que nos impone esa enfermedad congénita de la especie, ya que somos criaturas hechas de tiempo y no podemos existir fuera de su dictadura. Para empezar, según advertía Julio Cortázar, no debemos permitir bajo ningún concepto que nadie nos regale un reloj y, después, podemos dedicarle el tiempo ganado a leer y contemplar la biografía del escritor que Jesús Marchamalo y Marc Torices nos ofrecen bajo el sello de Nórdica.

Toda biografía ha de respetar un orden cronológico, por aquello de que el protagonista no muera antes de nacer o lo encontremos comentando detalles de un libro que aún no ha escrito; pero trazar la semblanza de un personaje es literatura con todos sus recursos y sus licencias, una de las cuales siempre ha sido la capacidad de mentir para decir la verdad o variar a conveniencia la flecha del tiempo con el fin de burlar una muerte en todo caso prematura, aunque debemos considerar muy seriamente que, tratándose de Cortázar, ese momento fatídico ocurrido en febrero de 1984 quizá no haya sido más que un leve contratiempo o, como mucho, un episodio reversible por más convincentes que parezcan las lápidas de Montparnasse.

Segun Frazer en La rama dorada, el mago o chamán debe ser el último en creer en sus propios dones; sólo así, desde la conciencia del actor que representa un papel y relata una ficción podrá resultar convincente a ojos de aquellos que sí lo creen. No obstante, la presencia de lo mágico en el escritor franco-argentino, lejos de ser una pose o una técnica para el estímulo de la intuición, permanecía en su forma de ver el mundo desde niño como la condición necesaria para percibir toda su riqueza de caprichoso caleidoscopio, quizá incluso para entenderlo tras el asombro.

Marc Torices despliega esa magia en un generoso caudal de imágenes de estilo retro-naif que recuerda el mundo legeriano o el dibujo futurista a veces geométrico, a veces dulce y sinuoso; alternando el color y el blanco y negro para diferenciar los momentos de la narración. Es un dibujo denso y gestual con el que evoca perfectamente el espíritu y la iconografía propias del personaje y al mismo tiempo se complementa con el guión de Marchamalo. Debemos atribuir a ambos el acierto narrativo al inducir la hilaridad, como ocurre en el episodio de la corrección de Paradiso de Lezama Lima, o el presagio de la fatalidad expresado en las dos últimas viñetas de la página 51 sobre “la pelea del siglo” entre Jack Dempsey y Luis Ángel Firpo que bien pudo suponer la declaración de una guerra intercontinental. Decir más sería hurtarle al lector el placer de descubrir estos y otros momentos por sí mismo.

No es la primera vez que Cortázar aparece como personaje de cómic. Para un escritor, esa circunstancia supone la conquista definitiva de la celebridad mundial, según le había comentado un amigo. Él mismo relataba divertido, en la entrevista de Televisión Española con Joaquín Soler Serrano, el extravagante episodio que, se supone, iba protagonizar junto a otros escritores en lucha común con aquel Fantomas azteca tan aficionado a terminar arreglando el mundo a tortas; y cómo finalmente consiguió darle un giro radical al guión para difundir la labor del tribunal Bertrand Russell que investigaba la política exterior norteamericana en Vietnam y documentaba el trágico periodo de las dictaduras del cono sur.

Dado que el tiempo es una ilusión, no debemos descartar la posibilidad de que se presente de nuevo para enmendar la plana a los autores de esta biografía, no por estar en desacuerdo con su trabajo, sino por coherencia y respeto al espíritu cronopio de lo imprevisible.

 

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