Que Lewis Caroll era un pedófilo de libro es algo que él mismo dejó patente en varios escritos a lo largo de su vida, aun con todas las inhibiciones propias de la época victoriana o quizá precisamente como consecuencia de ellas. Sólo aquellos incapaces de asimilar que el autor de una de las obras más influyentes de la literatura infantil pudiera ser a la vez un pedófilo, consideran la necesidad de ponerlo en duda. Más concretamente, queda claro en algunas cartas donde confiesa haber fotografiado niñas desnudas, lo cual distaba mucho de satisfacer una simple afición por la estética prerrafaelita. Lo cierto es que una mano desconocida, consciente de su verdadero alcance, destruyó tantas como pudo en previsión de un escándalo más que probable. La única que ha sobrevivido, descubierta recientemente en un museo francés, muestra el desnudo frontal de Lorina Liddell, hermana mayor de la Alicia que inspiró el libro, con una inscripción que atribuye su autoría a Carroll.
La actitud de Charles L. Dodgson (el verdadero nombre del autor), quien era conocido en Oxford con el cruel apodo de Louise Caroline por su carácter afeminado, sugiere más la personalidad de una monja lesbiana con el cuerpo y el deseo clausurados bajo el hábito que la del depredador sexual que ejerce el poder sobre los más débiles amparándose en el secretismo de la Iglesia. El escenario más verosímil es que el buen reverendo no pasara del onanismo artístico y consiguiera contener la pedofilia en la frontera de la pederastia a través de algún esforzado mecanismo psicológico de sublimación, transformando lo que claramente era una obsesión sexual reprimida en la estupefaciente rareza literaria que conocemos como Alicia en el País de las Maravillas y demás secuelas y añadidos. El hombre tenía tanto que sublimar que le dio para más de un libro.
La primera edición aparece en el año 1865 ilustrada por John Tenniel. En esa época se publican también los últimos títulos de Dickens. Es la Inglaterra imperial que disfruta o sufre las consecuencias de la revolución industrial que se había iniciado a mediados el siglo XVIII, la Inglaterra de las lacras sociales denunciadas en Oliver Twist o en Tiempos Difíciles, la Inglaterra del trabajo esclavo y la sobreexplotación de los niños en minas, fábricas y talleres, la Inglaterra del descubrimiento de la infancia, concepto desconocido hasta el momento.
La sociedad británica, arrollada por la locomotora del progreso, languidecía bajo los rigores de un clima que obligaba a quedarse en casa pasando larguísimas tardes sin otra defensa ante el aburrimiento que el té con pastas y la literatura. Se dejaba sentir, además, la pérdida reciente del contacto con lo mágico en un mundo donde la ciencia ordenaba el espectro de lo posible sin fisuras por donde pudieran colarse los conejos blancos de la fantasía. No es extraña la posterior acogida que los ingleses le brindaron al espiritismo y las doctrinas de madame Blavatsky o que Sir Arthur Conan Doyle creyera en la posibilidad de fotografiar hadas en las márgenes de un arroyo de Cottingley.
Con todo eso a su favor, el principal acierto de Lewis Carroll fue, quizá, haber conectado con «un rasgo profundo y espiritual de los ingleses, su gusto por el sinsentido» tal como señala el filósofo Roger Scruton en England, an Elegy(Inglaterra, una elegía) y su capacidad para cuestionar y someter a la caricatura sus convicciones más profundas manteniendo a la vez el tradicional respeto por «las formas y las dignidades». Pero Carroll, a quién Harold Bloom atribuye poco más que una «originalidad convincente» en comparación con otros parodistas del nonsense como Lear o Swinburne, aporta en A través del Espejo una sorprendente vuelta de tuerca existencialista y muestra una amargura precursora del absurdo kafkiano, más allá de la perplejidad contenida en los juegos lógicos, que trasciende la simple y enloquecida aventura infantil de la primera parte.
La editorial Nórdica, que cuenta entre sus méritos con el de habernos dado a conocer la obra de Tomas Tranströmer mucho antes de que le fuera concedido el Nobel y con una trayectoria envidiable en la edición de libros ilustrados, publica ahora Alicia a través de espejo, la segunda parte de la aventura cuyo título original es: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.
Es más fácil llevarse la mano a la bragueta contemplando las pin-up de Fernando Vicente que hojeando los tuneados cuerpos de papel cuché en las páginas del Playboy, porque Fernando, nuestro Alberto Vargas nacional, tiene tal capacidad para capturar ese festivo y cromático erotismo tan propio de los años cincuenta que resulta imposible escapar a la mirada venérea y la sonrisa encendida de sus chicas. La Alicia de Vicente no es ajena a ese inocente erotismo y se muestra algo mayor, acusando quizá los primeros picores naturales de una adolescencia con la que Lewis Carroll nunca se hubiera atrevido a lidiar. Con un dibujo de gran corrección formal, Fernando, que sin embargo es un ilustrador totalmente autodidacta, realiza un trabajo narrativo-descriptivo a partir de un texto que exige del artista la capacidad de respetar y retratar fielmente cada una de sus alucinantes propuestas visuales. Incluye, además, un discreto homenaje a El Bosco como fuente de todo delirio posterior tal como hiciera Tenniel en la primera edición ilustrada. Esta Alicia de Fernando Vicente, con su perfecto manejo de la luz y el color, ha conseguido traer hasta nuestros ojos el asombro inabarcable de las tres dimensiones de la fantasía.
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