Leo un artículo antiguo de Félix de Azúa en el que el académico reflexionaba sobre cómo todo lo que nos rodea o forma parte de nuestras vidas se ha transformado en mercancía hasta el punto de que ya no sabemos distinguir qué es real y qué es ficción, ese algo que de alguna manera nos tratan de vender como realidad sin serlo. Entre esas mercancías se encuentran las fake news, claro está. Lo paradójico es que cuando ocurre algo tan real como inesperado -ponía de ejemplo el atentado contra las Torres Gemelas- nos cuesta darnos cuenta, si quiera unos minutos, de que aquello es real y no una mercancía. ¿Está pasando algo parecido en Afganistán tras la retirada de las tropas americanas? Quizá no porque se hace patente que los afganos son pura mercancía en los grandes planes geoestratégicos y económicos.
En el ámbito de la cultura, Azúa hacía referencia a que las mercancías más misteriosas son los objetos artísticos porque cuesta distinguir entre lo real y lo que es arte. Recuerda para ilustrar esta duda metódica el caso de la empleada que barrió una instalación de Damien Hirts, el más cotizado de los artistas británicos.
Quizá además nos hemos acostumbrado a que todo se compra y se vende, como decía aquella canción de una antigua película de Disney sobre un conocido mercado londinense: “Portobello Road, Portobello Road, donde se compra y se vende hasta el sol”. Y es que rodeados de tanta mercancía, nosotros, que nos creemos dioses, olvidamos que no escapamos del algoritmo y somos un objeto más de intercambio. Dioses son hoy los futbolistas y llega a mi pantalla la fotografía de Leo Messi y Sergio Ramos en la presentación de su nuevo equipo. Su imagen, juntos, emerge como una claro ejemplo de que la posmodernidad se impone a metarrelatos como la cuasi obsoleta competencia entre Barça y Real Madrid. El dinero se impone y todo se puede comprar, hasta los dioses del fútbol que son esclavos en urnas de oro. “Yo me quería quedar, yo me quería quedar”, decían ambos entre sollozos.
Y hablando de pantallas, en la selva digital, Azúa sentenciaba que “muchos ojos son ya mercancías electrónicas pasivas. No sirven para mirar la pantalla, sino para que la pantalla les vea”. Ríete tú de “Gran hermano” o de “la vieja del visillo”. ¿Nos salvará como decía Dostoievski la belleza? Si no la belleza, lo hará el cariño verdadero, ese al que cantaba Manolo Escobar en un pasodoble, ese que “ni se compra ni se vende”. Sí, totalmente retro, cañí o como se quiera llamar, pero se le pone a uno la piel de gallina cuando lo escucha, gallina… que tiene un precio por supuesto.