El sábado pasado Elvira Lindo me «invitó» a cenar con la autora de Me llamo Lucy Burton en Madrid. Ya había leído la crítica en Babelia y me había hecho con el libro de Elizabeth Strout para ver si efectivamente era como decía José María Guelbenzu «una pequeña obra maestra». Las leí a ellas dos ahí sentadas como mujeres de bandera de las letras y las escuché mientras me sumergía en la última obra de la escritora americana, ganadora del premio Pulitzer con su novela anterior, Olive Kitteridge, que pasó desapercibida en nuestro país.
Lucy Barton es una mujer de mediana edad, casada y con dos hijas que ingresa en el hospital por lo que parece una simple apendicitis pero cuya estancia allí se prolonga unas semanas. Su marido tiene fobia a los hospitales y llama a la madre de Lucy para que sea ella quien vaya a hacerle compañía.
La llegada de su madre sorprende a Lucy y a lo largo de cinco días se suceden conversaciones y reflexiones sobre sus hermanos, situaciones y personas de su infancia. Sale a relucir en primer lugar la extrema pobreza en la que vivían, algo que a Lucy le afecta en sus primeras relaciones sociales y amorosas. Haber vivido en una furgoneta o no haber tenido televisión le había hecho desarrollar una gran personalidad al mismo tiempo que le hacía sentirse en sociedad como un bicho raro. Lo mismo que quedarse en el colegio un rato más para aprovechar la calefacción del aula mientras hacía los deberes o confiar en que una vecina no le delatara cuando buscaba en los contenedores algunas sobras que llevarse a la boca.
Elvira Lindo compara la literatura de Strout con las escenas pintadas por Edward Hopper pero aclara que ambos retratan sin pretensión de mensaje alguno. «Hopper pintaba lo que veía». La soledad del individuo abandonado a su suerte en una humanidad oceánica es la interpretación que hacemos los espectadores de uno y los lectores de otro. A mí Lucy me recuerda a Andrea en la Nada de Carmen Laforet y la habitación del hospital a aquel piso de la Calle Aribau. Parece que no existe para el mundo, la única referencia que tiene Lucy es la Torre Chrysler que se puede ver desde la ventana de su habitación del hospital, como si fuera el ojo de Mordor que observa su convalecencia esperando a que sane para poder enfermarla de nuevo. Frente a ese mundo Lucy tiene dos aliados, el médico que la atiende en el hospital y Sara Payne, la escritora a cuyo taller asiste; sus besos son para ella como un bálsamo. También cierto éxito en su profesión, la literatura.
Pero Lucy no es feliz y no puede disimularlo por mucho que un publicista le aconseje actuar como si lo fuera. Probablemente un drama común de la vida moderna. Le hubiera gustado que su vida hubiera sido de otra manera, con las mismas personas pero de otra manera. A su infancia le ha faltado el amor y sentirse querido es lo que de verdad enciende una vida. La de su madre se apaga y ambas tienen la oportunidad de cerrar esa herida con un sencillo «te quiero».