El espíritu de Kitty

La primera vez que leí Anna Karenina fue en la universidad. Un profesor al que tenía cierta admiración mencionó en algún momento que aquella obra de Tolstoi era uno de sus libros favoritos y me animé a leerlo. Pasado el tiempo sólo recordaba de aquella primera lectura de juventud que la apasionada y trágica historia de amor entre la protagonista y el príncipe Vronski había quedado eclipsada por la relación, tímida primero y profunda luego, de Levin y Kitty.

Kitty, la inocencia personificada, la frágil flor que hay que salvaguardar a toda costa de cualquier amago de mácula. Levin, un terrateniente, un caballero de campo con poca autoestima y un acentuado sentido de la justicia. Una relación menos morbosa pero más compleja que la de los primeros. ¿Cómo puede alguien como Levin compartir su vida con alguien como Kitty? Su afán por ser transparente le lleva a entregar a su futura esposa sus diarios íntimos, unas páginas en las que ha ido recogiendo a lo largo de los años todos sus miedos, todos sus pecados, todas sus dudas. ¿Puede haber más valor? Ella llora amargamente cuando los lee y le pide que los aparte, que los tire al fuego. “Pero… ¿me has perdonado?” Le pregunta él. “Sí, te perdono”. El perdón se impone al dolor y es un perdón que olvida el daño quedando cauterizado por el fuego del amor.

He vuelto a leer el libro recientemente y gracias a ello he descubierto una escena que me había pasado totalmente desapercibida o que al menos no había llamado mi atención como en esta ocasión. Imagino que en la juventud la brújula vital busca con denuedo cómo aprender a amar y la atracción sexual se convierte en una prioridad. A una edad que se supone adulta el amor se mira con otros ojos.

Volviendo ya casados de estar unos días en Moscú, Levin recibe una carta en la que la compañera de su hermano le advierte del grave estado de salud en el que este se encuentra. Se lo comenta a Kitty y esta le dice que le gustaría acompañarle, a lo que él contesta que ni se le pasa por la cabeza esa posibilidad. Su primer impulso es pensar que ella no quiere quedarse sola en casa porque se va a aburrir. Pero la subestima porque realmente ella desea ir con él a donde él vaya. No desea otra cosa aunque sea un viaje arduo y las personas con las que se va a encontrar no estén a la altura de su dignidad, algo que piensa más él que ella. Después de una incipiente discusión él cede aunque a regañadientes.

Cuando llegan a la hospedería donde se aloja el enfermo comienza el sufrimiento de Levin pues todo le parece inapropiado para su esposa: el lugar, el desagradable estado en el que se encuentra su hermano enfermo y la compañera de este, antaño prostituta. “Sólo pensar que su esposa, su Kitty, estaría en la misma habitación con una ramera le hacía estremecerse de asco y de espanto”. Él sufre y como consecuencia del sufrimiento se bloquea. Y es ella quien aparece entonces para desbloquear la situación. Mientras él no ve nada digno, ella mira con los ojos del amor que le permiten ver a los demás como lo que son, hijos de Dios igualmente dignos con independencia de su estado de salud y de su estatus social. Una dignidad de la que ni siquiera es consciente la compañera de su cuñado cuando se encuentra por primera vez con Kitty. “Marya Nikolayevna enrojeció aún más; pareció encogerse y se avergonzó hasta el punto de llorar; y cogiendo con ambas manos las puntas de su delantal, empezó a retorcerlas entre sus dedos rojizos sin saber qué decir ni qué hacer”.

Si bien Levin cuando miraba a su hermano solo “notaba el olor nauseabundo, veía la mugre y el desorden, oía sus gemidos y se daba cuenta de que nada podía hacerse en su ayuda”… Kitty “sintió compasión de él. Y en su corazón de mujer la compasión no trajo consigo el sentimiento de horror y asco que había causado en su marido sino la necesidad de obrar, de conocer todos los pormenores del estado del enfermo y de ayudarle. Y como ella no dudaba de que podía ayudarle, tampoco dudaba de que ello fuera posible y, por tanto, puso al instante manos a la obra”.

Kitty manda buscar un médico, ayuda a limpiar la habitación, también al enfermo, organiza y revoluciona todo para volver a establecer el orden lógico de las cosas, ese en el que el enfermo, lejos de ser abandonado, queda en el centro de atención dentro de su entorno.

La escena sigue durante algunas páginas y deja más detalles del espíritu de Kitty y el desconcierto de su marido que jamás había imaginado que tal fuerza pudiera surgir de una persona tan delicada como su esposa. Tolstoi remata la escena magistralmente haciendo coincidir el misterio de la muerte con la alegre noticia de una llamada a las puertas de la vida.

Releyendo estas páginas he aprendido a leer un poco mejor. Los buenos libros pueden leerse muchas veces porque tienen la capacidad de volver a sorprenderte. Doy gracias a aquel profesor que me incitó a leerlo la primera vez y a quien me invitó a regresar a sus páginas unos cuantos años después.