El fin de semana pasado volvía en coche de una celebración familiar en Valencia. Sería aproximadamente a la altura de Castillo de Garcimuñoz cerca de donde perdió la vida Jorge Manrique luchando por la unidad de España, cuando sintonicé una emisora en la que en ese mismo instante alguien declamaba un poema titulado “Los lápices de Ikea”, del poeta Fernando Beltrán.
El título me pareció cómico, no en vano salimos todos de la gran casa sueca con los bolsillos llenos de esos pequeños lapiceros, disimulando para no ser descubiertos por nadie que vigile. Pero conforme la voz fue haciendo karaoke por los versos del poeta, descubrí algo mucho más profundo que eso. Una poesía que hablaba de lo más común y elemental, de las medidas de los muebles de una casa, de la planificación del espacio doméstico, lograba transmitir aspectos de la realidad cotidiana que a menudo nos pasan desapercibidos: la necesidad de un hogar y el empeño y la necesidad que tenemos de medirlo midiendo así nuestras vidas y, con ellas, el amor, “el hueco que habitamos”.
Probablemente, millones de personas visitan cada día Ikea y, en apenas unos versos, Fernando Beltrán es capaz de explicar la esencia del alma atrapada en una nave del gran gigante sueco. En el mundo de hoy se habla de la importancia de saber comunicar, de empatizar con los demás, del lenguaje verbal, del no verbal, del «paranosequé», de todo menos del lenguaje poético y sin la poesía jamás podremos ver el mundo como es en realidad.
Al día siguiente de mi encuentro radiofónico con el poema, me acerqué a Hiperión para hacerme con el libro que lo contiene: Hotel vivir. Lo he ido leyendo a lo largo de la semana con pausa, saboreándolo: “Los lápices de Ikea”, “Los ojos de los perros”, “Madre”, “La gabardina de mi padre”, “Operación estética”, “Balance”… He leído algunos poemas a mis alumnos, he mandado otros a buenos amigos y hermanos y padres. He regalado el libro entero y tengo que volver a comprarlo para tenerlo. Me ha ayudado a entender un poco mejor el mundo.
También he investigado un poco sobre el autor a quien no conocía. Resulta que dejó su trabajo de creativo publicitario para montar una empresa en la que pone nombres a las cosas. Me ha parecido todavía más fascinante. Me imaginaba a alguien subversivo, rebelde, siempre a la contra pero lo que hace es “poner nombres a las cosas” tales como Faunia, Amena, Redvolución, Lloviedo, etc… Qué mejor oficio para un poeta que nombrar las cosas en un mundo en el que impera lo anónimo.