Este pasado verano fui a la Clínica Universidad de Navarra acompañando a una sobrina que tenía una consulta en el oftalmólogo. Mientras el médico la atendía aproveché para dar un paseo por la que, gracias a mi padre -médico allí durante toda su vida-, ha sido la segunda casa de mi familia. Me hizo mucha ilusión perderme por los pasillos como cuando era pequeño.
En un momento dado, subí a un ascensor que se encontraba vacío pero antes de que se cerraran las puertas por completo se abrieron de nuevo dejando paso a un par de camilleros que llevaban a un hombre al quirófano. Apenas había espacio para la cama, aquellos dos celadores y yo, que me quedé atrapado en una esquina pidiendo disculpas por molestar.
Al paciente le acompañaba su mujer, ambos rondarían los 65 años. Ella no entró en el ascensor pero le acarició una mano y le dijo un «te quiero» que resbaló por sus labios envuelto en ese miedo que a uno le invade cuando existe alguna probabilidad de no ver de nuevo al ser amado. La atmósfera de tensión se evaporó cuando uno de los camilleros le dijo en alto: -¡Señora! No se preocupe. Está usted más nerviosa que su marido-. Pero las puertas del ascensor ya se estaban cerrando, esta vez del todo, y allí quedé yo, invisible pero atrapado en una escena real de amor que no había visto a través de ningún dispositivo móvil y de la que sólo guardo una fotografía en mi memoria.