En estos tiempos que corren en los que las pantallas campan a sus anchas por los hogares y no siempre con buenas historias dentro, es normal que haya muchos padres interesados en que sus hijos adquieran el hábito de lectura. A la mayoría de ellos la antropóloga Michèle Petit les reprocha en Leer el mundo que su deseo esté estrechamente vinculado con una de las consecuencias directas de la lectura. Simplificando, que los estudiantes que leen por lo general obtienen mejores resultados académicos. Petit observa que si esa es la principal razón, a los niños o a los jóvenes les escama el interés exagerado de sus padres y probablemente terminan optando por el camino contrario: “¿Leer? ¡Qué rollazo! ¡Prefiero el móvil o jugar a la Play”. De igual manera explica Daniel Pennac que no se puede obligar a alguien a leer y en Como una novela hace un recorrido del proceso de relación con los libros por el que atraviesa cualquier niño en circunstancias normales, desde pequeño hasta la etapa de la adolescencia, cuya lectura recomiendo vivamente. A continuación, ilustro cuatro luces que coinciden con algunos momentos claves de la vida de los niños para alimentar su pasión por los libros
La luz de las estrellas
Me cuenta un amigo que lleva varias semanas con cierta sensación de amargura interna. ¿Te puedo ayudar? Le digo. Y mi pregunta le da pie a contarme que lleva varios días seguidos en los que evita leerle un cuento a su hija de cuatro años. Cada noche, cuando se va a acostar ella le dice: “Papá, hoy toca leer un cuento”, y él siempre le dice que mañana mejor, que tendrán más tiempo entonces. Sin su hija presente, mi amigo piensa en cómo ya no basta con que él controle la lectura poniendo voces y haciendo el payaso para hacerla reír. Ahora ella también quiere leer y recorrer con la mirada la fisionomía de las letras lentamente, a su ritmo. A veces se atasca y a veces su memoria hace de teclado predictivo y completa las palabras, no siempre con éxito. A él eso le cuesta mucho porque no tiene paciencia y poco a poco se ha ido desentendiendo. “¿Qué puedo hacer?”, me dice.
Ciertamente, la situación de mi amigo es meritoria porque sé de buena tinta que muchos padres jamás se han planteado leer un cuento a sus hijos por la noche. “Me fui a la cama y las estrellas ya no estaban”. Rescato esta frase de la protagonista de un libro que he empezado a leer y que me sirve para ilustrar ese momento en que hacemos que un niño crezca incluso cuando no le toca. Parece que conforme un niño va creciendo las ganas de sus padres de contarle un cuento antes de dormir decrecen. Debe ser una de las leyes más injustas que nos impone nuestra naturaleza. Y le dije a mi amigo. “No dejes de pasar un rato con tu hija con un cuento de por medio antes de dormir, aunque no lo terminéis, aunque habléis de otra cosa, porque no se trata solo de leer, se trata de relacionar la lectura, las palabras, con la seguridad de un padre o una madre, con la voz cálida de un narrador que te quiere, con las estrellas en el cielo aunque el cielo esté nublado y habrá muchas noches nubladas.
La luz de una linterna
Normalmente el tiempo de los cuentos nocturnos no acaba de sopetón, es más, si un padre desea mantener encendidas las estrellas, normalmente atenderá la solicitud de los niños de contar cuentos inventados en los que, en la mayoría de las ocasiones, los protagonistas son los propios niños que de un día para otro se intercambian los personajes hasta dar con uno que ellos mismos van moldeando a su gusto y personalidad. Pero cuando ya no hay más remedio que aceptar que el tiempo de los cuentos, inventados o no, ha llegado a su fin, y los hijos han aprendido a leer con autonomía, los padres solemos cometer otro error, en este caso en aras de favorecer el desarrollo de una virtud loable, pero aplicada equivocadamente, como es el orden.
Sobre todo suele ocurrir a lo largo del curso escolar. Queremos que nuestros hijos se acuesten pronto y duerman lo necesario para estar llenos de energía por las mañanas. Como por lo general han aceptado que no se ve la televisión ni pantalla alguna entre semana o antes de acostarse al menos, comienzan a reservarse un ratito para leer una novela -adecuada a su edad- que les ha cautivado. Es entonces cuando entran papá o mamá en la habitación y ordenan, aunque con cariño, cerrar los libros y apagar las luces de la habitación o del flexo. Y las luces se apagan… Pero al cabo de un rato, los padres descubren que de nuevo hay luz en la habitación, se acercan y observan cómo, bajo la sábana, alguien ha encendido una pequeña linterna y con el atractivo de la clandestinidad se ha vuelto a zambullir en el libro elegido sin saber que es el libro el que lo ha elegido a él o a ella; de hecho, la forma de la sábana podría ser la de un libro abierto boca abajo, un tejado a dos aguas, una cabaña, ese lugar seguro que todo niño ha construido en alguna ocasión.
Es cierto que las facturas de la luz son caras pero a veces queremos que los niños se acuesten cuanto antes, incluso a pesar de que están leyendo, repito en alto: “ESTÁN LEYENDO”. Queremos que lean pero luego les apagamos las luces…
La luz de la ilusión
Está claro que regalar libros es bueno pero se ha instaurado un mito en nuestras vidas al respecto, ese tipo de mitos que se aprovecha de la buena intención de los padres. “Con la de cosas tecnológicas que se regalan… con un libro siempre se acierta”. Pues no siempre es así y la verdadera ilusión es como una pequeña planta. Necesita agua pero si la inundamos morirá y los padres a veces somos camiones cisterna.
Mi hijo se llama Jorge y como el lector podrá imaginar su santo coincide con el día del libro. Hace unos años contaba en un blog personal cómo había aprendido una lección del modo en que, a veces los padres que tratamos de educar a nuestros hijos de la mejor manera posible, la solemos aprender: recibiendo un golpe emocional. Desde hacía algunos años y con el objetivo de iniciarle en el amor por la lectura, el día de su santo le decía a Jorge con toda mi ilusión que pensara un par de libros para regalárselos. Cada año él terminaba diciéndome algún título pero nunca le veía realmente contento. Hasta que un día mi mujer indagando al respecto consiguió que le revelara la razón de su tristeza: “No es que no me gusten, pero estoy harto de que por mi santo papá siempre me regale libros”…
La luz del ejemplo
Hace unos años subrayé esta reflexión que hacía sobre su padre la escritora Paloma Díaz-Mas en Como un libro cerrado: “Una imagen vale más que mil palabras, dice el proverbio. Aquellas imágenes surgidas de mis manos, bajo la luz rojiza del Taller de los ocios de mi padre, valían en nuestra relación más que todas las palabras del mundo. Cada imagen era una historia que mi padre me contaba sin palabras, como quien cuenta un cuento; pero el cuento más hermoso era, precisamente, ver cómo la historia iba surgiendo sobre el papel: exactamente igual que cuando escribimos”.
Algunas frases halladas en un libro pueden a veces influir en el rumbo de una vida, también algunos castigos. A mí a los catorce años mi padre me castigaba “de vez en cuando” a estar con él en su despacho (solamente a estar) y no tenía más opción, si no quería aburrirme, que leer los títulos que estaban escritos en los lomos de sus libros e incluso sacar de vez en cuando alguno de su sitio. Mientras tanto él me miraba de reojo por encima de las páginas de una revista de medicina o una novela histórica, como diciendo para sus adentros: “Venga, sácalo y empieza a leerlo”. Él nunca me obligó a hacerlo pero terminé leyendo casi todos los libros de su biblioteca y no siempre para no aburrirme durante el tiempo que duraban los castigos. Su ejemplo era más efectivo que cualquier orden.
En definitiva, lo que los padres pueden transmitir a los niños es una actitud, parafraseando a Petit: “Forjar un arte de vivir cotidiano que escape a la obsesión de la evaluación cuantitativa, forjar una atención. Llegar a componer y preservar un espacio muy diferente que privilegie el juego, los intercambios poéticos, la curiosidad, el pensamiento, la exploración de sí y de los que nos rodea. Mantener viva una parte de libertad, de sueño, de algo inesperado”.
Artículo publicado en el nº 68 de Selección Literaria