Me he cambiado de casa hace poco. No voy a explicar lo que implica una mudanza desde un punto de vista material, más cuando ésta es la quinta y la familia de uno ha ido creciendo con el tiempo. Mucha gente se lo podrá imaginar. Los muebles y enseres tienen su lugar en una casa y tarde o temprano lo recuperan. Si no ocurre así, acaban en el contenedor de la basura o habitando en esas cajas con cosas que uno no sabe dónde colocar y que, de manera sorprendente, sobreviven de mudanza en mudanza.
Lo verdaderamente difícil en una mudanza es gestionar las relaciones sociales. Mi vecino de adosado amaneció un día y yo ya no estaba. Justo antes de irme de vacaciones hablé un rato con él, ese cruce típico de comentarios informales sobre el verano y pocas cosas más. Es un buen tipo pero no hemos tenido mucha relación, me dejó algún esqueje, se quejó un poco de los perros que ya no tengo… Por aquel entonces yo no sabía con certeza absoluta que me iba a mudar. No le dije nada y cuando nos cambiamos de casa él no había vuelto de sus vacaciones. Tengo pensado pasarme a saludarle y despedirme aunque va pasando el tiempo y aquella casa queda cada vez más lejos. Así me ha ocurrido con varios vecinos pero no con todos.
Con otros me han ocurrido cosas que me han hecho pensar. Enfrente vivía un matrimonio de Bilbao con una hija mayor. Tenían también un hijo, pero falleció en un accidente de tráfico. Un camión le embistió en Madrid. En ningún momento he podido imaginarme el dolor que han tenido que soportar aquellos padres. María y yo estábamos recién llegados a aquel lugar y sin conocerle me acerqué a ella para darle un abrazo un día que la vi salir por la puerta de su casa. No hemos hablado mucho más, salvo antes de este verano y sin desvelarles que nos íbamos -seguramente nos daba un poco de vergüenza decírselo cuando apenas hemos tenido relación después de verles casi cada día, después de ver a su marido colgando la bandera del Athletic en su puerta las noches en que perdían todas las finales menos la última-.
Ella sí estaba el día que nos íbamos y me acerqué a decírselo con una botella de vino para que su marido regara la supercopa lograda. Le tuve que preguntar su nombre porque no lo sabía, lo único que conocía era la tragedia de su hijo y el cuidado con el que cultivaba las flores cada atardecer. “Cultivar” no suena bien para referirlo a las flores. Parece que de la acción de cultivar se tiene que obtener un fruto concreto con el que alguien pueda alimentarse luego, algo que no ocurre con las flores, para las que utilizamos comúnmente el verbo “cuidar” o directamente “regar”. Pero aquella mujer las cultivaba sin saberlo.
Cuando fui a despedirme vi mi casa desde la suya y me entristecí. Con la excusa de que no soy muy manitas y del tipo de orientación, nunca planté, cuidé ni cultivé nada. Me di cuenta de lo egoísta que había sido porque, mientras ella nos regalaba sus flores cada día, yo nunca había caído en que desde su casa el panorama no era muy alentador. Entonces, sonrojándome, le abracé por segunda vez y le di las gracias por su generosidad. Ella me dijo con una lágrima asomando a su mirada que le iba a dar mucha pena no ver cada día a nuestros hijos, sobre todo a la pequeña Sonsoles, fascinada por sus gatos. Entonces comprendí que ”mis flores” habían servido para mantener viva la memoria de su hijo y que a veces cultivamos sin saberlo para que los demás recojan el fruto. Eso aprendí en esta mudanza.
Me ha emocionado.