Serían sobre las diez de la mañana y acababa de llegar el ‘Tren de Matallana', que sobre esa hora tenía prevista la llegada a la ciudad. Mayormente se componía de la riada de lecheros que aprovisionaban a la ciudad, antes de que se prohibiera el reparto a granel y con unas medidas higiénicas de dudosa eficacia. El día, debido a la nevada acumulada, se presentaba mal para los que, como nuestro maletero protagonista, esperaban realizar algún traslado de bultos o maletas en el humilde carro de mano, a la estación del Norte, a una pensión o algún domicilio, que le proporcionara unas pesetas que llevar a casa.
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Maximino Cañón
02/2/2018 - 03:30
Eran años muy duros y el señor José (nombre ficticio) no tenía otra forma de vida que la de esperar a que alguien le contratara para realizar un servicio a cambio de que, la mayoría de las veces, la llamada ‘voluntad' (1). Seguía nevando en cantidad, lo que presagiaba otro mal día. Esperando ‘la nada' dejaba pasar el tiempo junto a la estufa de carbón que calentaba el establecimiento, mientras alimentaba el cuerpo dando sendas chupadas al cigarro de ‘Ideales amarillos' (los más baratos). La mayoría de los empleados de la Estación de Matallana eran conocedores de la necesidad del Sr. José. De él dependía una descendencia apreciable. Consecuentemente con lo referido al tiempo y, sin ningún atisbo de que la climatología mejorara, el estado de ánimo estaba por los suelos. En esto entró un cliente en el bar, sacudiendo las botas de la nieve de la calle, diciendo: "Coño, cómo nieva". Como si de un resorte se tratara el Sr. José, casi sin mirarle a cara y dejando salir de sus entrañas lo que de verdad sentía, y a la vista de como se presentaba la jornada, dijo lo siguiente: "Déjalo que nieve, a ver si cae tanta nieve que entre el cielo y la tierra no entre más que un papel de fumar, se convierta todo en pólvora y baje el espíritu santo ardiendo".
Confieso que cuando recuerdo esta expresión no salgo de mi asombro al pensar como, un hombre con una cultura elemental, pudo articular tal expresión sin que tal perorata tuviera ninguna intención aviesa, la cual, por otro lado, y cuando fui mayor comprendí, ponía de manifiesto el estado de desesperación en el que el Sr. José se encontraba al no tener nada que llevarse a casa para alimentar a la familia que de su trabajo o servicios, como el decía, dependía.
(1) En una ocasión le contrataron unas religiosas para trasladar uno enseres al convento y, a la hora de decir qué le debían, él dijo que la ‘voluntad' y ellas le dieron una estampa de una virgen, posiblemente de la orden a la que pertenecían. Ante lo cual se vio obligado a decirles que él, aunque era cristiano, con la estampa no comía.
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