Aún anida en la memoria ciudadana el loable gesto de aplaudir a los sanitarios en plena pandemia por el Covid. Todas las tardes, a eso de las 8, se abrían ventanales y balcones, y el eco del palmeado de la gente lo inundaba todo. Era el homenaje, diario y vespertino, hacia los fieles trabajadores de la sanidad que, literalmente, se jugaban la vida atendiendo a los enfermos.
Archivado en: Julio Cayón, COVID, enfermeras, jubilación
Julio Cayón
12/11/2021 - 01:10
Que miles de ellos hubo y, además, con muy mal pronóstico. Como de igual forma se la jugaron -en genérico- los transportistas, los empleados de supermercados, farmacéuticos, taxistas, policías y otros varios colectivos, quienes, asimismo, estuvieron al pie del cañón durante la cruel pandemia.
Sin embargo y por aclamación popular, fueron los profesionales de la sanidad los que obtuvieron un mayor reconocimiento por parte de la sociedad española. Se lo merecían. Eso y muchísimo más. A nadie se le ocultó, que durante demasiado tiempo las condiciones de su trabajo fueron, más que infernales, dantescas por falta de material adecuado para mantener un mínimo de seguridad personal. Su dedicación -y no es en absoluto caer en la exageración fácil- resultó heroica.
Por eso, se abren las carnes cuando, en fecha reciente, una trabajadora -no importa su nombre- publicaba el siguiente texto en un periódico de tirada nacional. "Soy una mujer -decía- de 62 años, casada, enfermera y madre de cuatro hijos. Me siento indignada por el retraso de la edad de jubilación. Hay profesiones como enfermería en las que no se debe trabajar a esas edades. Se necesita fortaleza física y psicológica para recorrer pasillos, trabajar a turnos, fiestas, atender a moribundos, cancerosos, niños, UCI, medicamentos tóxicos, domicilios, subir escaleras... En un colectivo eminentemente femenino, mi generación hemos parido casi en el trabajo. Tres meses de baja maternal y nuestros maridos libraban tres días postparto. Y ahora, encima, nos jubilan a los 67 años. Esto es un atropello", terminaba.
La protesta de la enfermera, su rabia, se enmarca dentro de un planteamiento irrebatible. Al margen, naturalmente, de lo que, también, pudiera dimanar en otras profesiones con igual carga reivindicativa que la sanitaria. Y no, no puede haber tabla rasa en este sentido, porque ni es aceptable, ni mucho menos democrático. No consiste en repartir la tarta a partes iguales, sino darle a cada uno la porción que necesita. Eso es -o debería ser- de sentido común. De lógica. De modo, que la enfermera tiene más razón que un santo, aunque lo suyo sea como clamar en el desierto. Que lo es.
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