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Crítica de teatro

Ron con ¡don!

Una manera clarividente de valorar si un espectáculo es bueno, es si cuando termina quedan ganas de volver a verlo. Porque cuando algo gusta, es lícito querer repetir. Y lo mejor: sin la zozobra de un posible empacho, porque estos alquimistas han hallado la fórmula exquisita de la justa medida.

Archivado en: Teatro, crítica

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gentedigital.es/Beatriz Cobo Montejo
20/7/2011 - 12:19

Pero antes de darle cuerda a esta oda, vaya por delante una advertencia: el público sale del teatro como si le hubieran dado una paliza: dolor de comisuras, de tanta risa que no cabe en la boca, agujetas en la barriga de las contracciones que provocan las carcajadas, leves taquicardias, sudoración descontrolada y enrojecimiento de la tez, y, para quienes la usen, máscara de pestañas toda corrida alrededor de los ojos. Agotamiento mental. Un cuadro. Eso que llaman no quedar indiferente. La apisonadora del tiempo nos ha pasado por encima, y nos vemos obligados a salir de la sala cuando lo que quisiéramos es seguir fundidos de entusiasmo en la butaca (o de pie, bailando) y que continuara el deleite. Sensación de paréntesis, de no se puede aguantar, momento detenido. De que ha sabido a poco, y nos vemos obligados ya a hablar en pasado, ¡oh...! ¿Cómo se consigue semejante efecto?

Una de las claves principales es la dramaturgia, la genialidad absoluta de los textos. Lo que a priori pueden antojarse vagas ocurrencias felices deviene en un guión vibrante, brillantísimo, estructurado en scketches con códigos muy distintos y alusiones continuas a la actualidad, que llega a todos de algún modo porque toca todos los niveles de la comunicación humana: lo cotidiano y lo extraordinario, lo culto y lo popular, los lugares comunes y los deshabitados, lo infantil y lo adulto, lo sabido y lo supuesto.

Otro quid es la vorágine a la que nos abocan, ese sin-tregua estudiado, el ritmo que brota espontáneo como si no hubiera otra opción. Cinco payasos-artistas-múltiples, haciendo música, pasándoselo boom, derrochando energía, permitiéndoselo todo. Maestros de matemáticas de la comedia gracias al timón y el entrenamiento diario en frescura de Yayo Cáceres.

Aquí no cabe hablar ya de humor inteligente, sino más bien de profundo humor, arma que hermana a compañía y público. Apenas coges un chiste ves que ¡se te escapa otro...!, y siguen los guiños y juegos de palabras, y se entra en un bucle hasta casi olvidar dónde y por qué se inició la risa -cuando ya no importa-, desembocando continuamente en el absurdo, lo surrealista, "la marca ronlalera" que conduce al estado atónito.

El show va disparándose hasta llegar a la parodia de los musicales versión 3.0, el duelo oratorio entre el Pasado, Presente y Futuro (canela fina), o los descacharrantes cantes del homo sapiens. Hay también sus dosis de lirismo, que alivian y dejan reposar todo lo demás. Emotivo lagrimón a punto de saltar de cada ojo en la escena chejoviana del abejorro y la margarita ("Siempre quise volar... / Siempre quise echar raíces", se confiesan), o en el interludio poético del preso condenado a muerte al amanecer ("¡Ay!").

El reto de este grupo, después de 15 años de talentos cultivados, esfuerzo y trabajo bien enfocado, ya no es ser buenos. Lo están (perdón, lo son). Y es para decirlo así, con rótulo luminoso intermitente. Porque no es nada habitual en-los-tiempos-que-corren. El verdadero desafío era ahora estar a la altura, superarse, no defraudar. A quienes hayan seguido su trayectoria con cierta fidelidad (Si dentro de un limón metes un gorrión, el limón vuela, Mimisterio del Interior, Mundo y Final...), podría pasárseles por la cabeza eso de la fórmula agotada (sucesión de gags mezcla de géneros y estilos), o aquello otro de que no resisten un segundo visionado (ya sé lo que me voy a encontrar...). Pero ante cualquier sombra de prejuicio, se alza nuevamente la sorpresa. Y para lograr eso hay que tener mucho arte, y disciplina, y oficio. Para quienes no les conozcan, esta compañía va a ser un descubrimiento (ya fueron nominados al Max a mejor espectáculo revelación en 2009).

Quizá falte algo de rodaje aún para alcanzar la precisión de mecanismo de reloj, y la escenografía, algo más aparatosa que en ediciones anteriores, necesite más aire para evitar cierta sensación de atropello en el escenario. Pero ejerzo gustosa de prescriptora de este tic-tac de jiji-jaja... Pero también de jojo-juju... y reflexiones graves. Tienen un don.

¡Ding dong! Hora de terminar con Ron. ¡Lalá...! Time al tiempo, en el Teatro Alfil. No se me ocurre un Plan mejor que hacer en Madrid este verano. Todo lo que sea no verlo es perder el tiempo.

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